martes, 26 de julio de 2011

Eppur si muove

Tengo siempre presente a Galileo. Como a tantos otros que fueron injustamente perseguidos por una obsesión inquisitorial que sigue viva en algunos ánimos del siglo XXI.
No es fácil tener ideas diferentes. Y no me refiero sólo a lo complicado que es ser creativo en cualquier disciplina, sino a lo difícil que resulta convivir con el mundo cuando uno se sale de lo establecido.

Conozco a un modesto Galileo que ha desarrollado una revolucionaria teoría del tiempo. Él defiende que el tiempo no existe. Su tesis se basa en la afirmación de que el tiempo como magnitud es una dimensión inventada por el hombre para intentar explicar lo que sobrepasa al espacio, que es lo único que puede apreciar con los sentidos. Como invención humana, el tiempo se ha convertido en un parámetro de gran utilidad para controlar a una siempre peligrosa naturaleza, proclive a desafiar las normas que protegen al poder.
No cabe duda de que el invento es magnífico. Nada escapa a su método. El tiempo marca, más que ninguna ley escrita, la cadencia obligatoria de la vida. Su poder va mucho más allá de lo físico. Su férrea disciplina dicta lo que corresponde a cada período, habiendo sido éstos ingeniosamente establecidos, adaptándolos a realidades y fenómenos físicos, más o menos, sistemáticos o repetitivos.
Claro que mi conocido, en realidad, no es un físico, sino un filósofo relativista, muy mal visto en las altas esferas, por cierto. Religión, Sociedad y Estado se encuentran incómodos ante sus teorías, que tachan de desestabilizadoras y antisistema.

Pero no era mi propósito hablar tanto del tiempo, esa excusa inventada para ilustrar la permanente evolución de la materia y el movimiento de los cuerpos a través del espacio. Lo que yo quería era recordarme a mí mismo lo habitual que es caer en opiniones categóricas que, pese a estar muy convencidos de ellas, en muchas ocasiones son erróneas. Y suelen serlo porque se basan en principios equivocados. Uno de ellos es el principio universal de la culpabilidad ajena. Es éste uno de los axiomas más extensamente difundidos y, sin ninguna duda, arraigado con gran solidez en la condición humana. Su enunciado es muy sencillo: todo problema sufrido por uno mismo es culpa de otro mientras no se demuestre lo contrario. Tan fundamental es este postulado para la supervivencia que no es infrecuente ver que quienes no lo siguen al pie de la letra suelen caer en eso que ahora se llama, con cierta cursilería, baja autoestima.

Acusaron a mi conocido, el modesto Galileo, de horribles crímenes y perversas acciones que nunca cometió, sino que, por el contrario, sufrió. Y, tal como suele ser lo habitual, la acusación sirvió para desviar la atención de un tercero sobre la verdadera culpabilidad de los hechos imputados. La denuncia no prosperó, pero cumplió, en parte, con su verdadero objetivo: una maniobra de distracción a la desesperada que pusiera a salvo (al menos temporalmente) algunos valiosos bienes materiales, de esos que suelen utilizarse para compensar las penas. "Los duelos con pan son menos", reza el refranero castellano con su proverbial sabiduría secular.

El modesto Galileo no tuvo que abjurar de nada, como sí lo hiciera el gran genio renacentista, porque su particular inquisición no le condenó, pero vivió el resto de su vida en una gran incongruencia, sabiendo que las cosas eran de una manera mientras aparentaban ser de otra. El nihilismo más inmovilista le rodeó y tuvo que aceptar el silencio y la terquedad como habitat permanente, acompañado para siempre por la sombra de una estatua que se esforzaba en demostrar su pétrea rigidez al mundo. Todos cuantos admiraban en ella su clásica armonía marmórea celebraban su serena quietud ante los avatares de la vida.
Pero nuestro Galileo no dejaba de murmurar algo entre dientes cada vez que el pueblo cantaba la orgullosa virtud de aquella estatua, tan indiferente y ajena al ajetreo de los mortales. No era fácil entender lo que decía, porque el humilde Galileo moderno hablaba para sí mismo. Pero yo le oí. Le oí con toda claridad decirlo, una y otra vez: "Y sin embargo se mueve".

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