jueves, 23 de junio de 2011

Cannes era una fiesta

Pipín se marchaba despacio, con una maleta entre los dientes, pero nada en Cannes era triste.
La playa del Carlton brillaba, azul y blanca, y la terraza del Martínez era un hervidero de abrazos con marcado acento español. Luego aparecieron unas monjitas traviesas, con un elegante y suave aroma de piscifactoría, y ya no hubo boicot anglosajón capaz de parar a aquella manada de leones madrileños y catalanes que camparon a sus anchas por la Croisette.
Eran tiempos felices. Cannes era una fiesta.

Desde Le Moulin de Mougins hasta La Terrasse del Hotel Juana todo era festival y los leones metálicos venecianos apenas distinguían Gaston-Gastounette de La Palme d'Or.
Casi todo en Cannes brillaba, con reflejos de oro, plata o bronce. Casi todo era perfecto. Pero había quien miraba de reojo, con la misma expresión de Sofia Loren al observar el escote de Jayne Mansfield, hacia la Costa Azul. Y allí, en el Grand Palais, la alfombra roja echaba de menos una pisada. La vida siempre ha tenido paradojas. Ésta fue una de las mayores.

Cannes era una fiesta, sí. Una fiesta incompleta, pero una fiesta.

De pronto, sin que nadie recuerde muy bien cómo, todo cambió. Chez Frédéric cerró y aquellas langostas quedaron huérfanas en la isla. Los nuevos pobres ricos se multiplicaron y la maquinaria empresarial dominó al decadente y romántico glamour. Se acabó la fiesta, como diría Serrat.
La manivela giraba sin parar. Si la caja registradora dejaba de emitir su sonoro tintineo, la muerte llegaría irremisiblemente a Cannes. Como por tres veces había llegado antes a Venecia.

Con el tiempo, todo acabaría dando la vuelta. Hasta la Loren luciría un escote imposible para ella años antes. Un escote creado sobre una improvisada tumba. Un tardío remedo de desquite, con olor a llanto, que no convenció a nadie. Pero el espectáculo debía continuar. Los nuevos ricos pobres llenaban con su miseria el viejo bulevar, sustituyendo la nostalgia por notables inversiones en medios, mientras la madre y la hija, vestidas de leopardo, arrastraban su espíritu burlesco frente a la entrada de La Chunga.

La fiesta había terminado hacía años. Hay diferentes versiones sobre la fecha exacta en la que murió. Hasta hay quien dice que todo fue una falsa ilusión. ¿Es cierta esa leyenda que asegura que un fantasma, blanco como la nieve, recorre la Croisette cada noche de San Juan, desde hace cuatro décadas? ¿Es verdad que una gaviota silenciosa vuela de madrugada sobre la playa, en busca de lo que nunca tuvo allí?
Juran que la otra noche la vieron junto al mar con lágrimas en los ojos. Juran que estaba triste. Rodeada de éxito, de fingida soberbia... pero llorando.
Juran, también, que sus lágrimas se fundían con la arena, escondiéndose cada una de ellas tras un minúsculo relámpago, tras la sombra de una sonrisa triste que añoraba su lejana envidia.
Cannes ya era suyo... pero estaba vacío.

Al otro lado de sus ojos, más cerca de lo que marcaba la distancia, una vieja melodía envolvía la tristeza de quien veía como acababa de empezar un verano lleno de recuerdos.
Sí, Cannes era una fiesta. Y la vida no valía nada.

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