martes, 8 de septiembre de 2015

Las bananas de la ira

Ni John Steinbeck ni John Ford pensaron que sus respectivos y magníficos trabajos fuesen susceptibles de sugerir que las uvas que los protagonizan llegasen a ser tomadas por bananas. Lo comprendo perfectamente.
Pero claro, viéndolo ahora con una perspectiva que se va aproximando al siglo, no nos parece tan descabellado. Las cosas han cambiado mucho en el mundo, aunque es verdad que las depresiones lo siguen siendo y que la sociedad mantiene muchas de las injusticias de aquel ya lejano tiempo.
A mí me parece que tanto uvas como bananas no dejan de ser frutas que bien pueden representar un medio de vida o ser objeto de un deseo de codicia para quienes carecen de escrúpulos. Cierto es que las grandes tormentas de polvo no parecen ser fenómenos habituales en zonas tropicales propicias para el cultivo de plataneras, pero sirven para describir muy bien los avatares por los que pasa quien resulta cegado por un persistente e imprevisto acontecimiento, que escapa a toda lógica, ya sea meteorológica o de otra naturaleza.

Y es que nunca falta algún Tom Joad que se vea obligado a emigrar de sus sentimientos, tras un período de reclusión. La codicia ajena puede ser capaz de desencadenar cualquier tipo de desastre, en ocasiones, de consecuencias dramáticas, ya tenga uvas o plátanos en su horizonte inmediato. Casi mejor, incluso, con bananas (cuyo nombre es más cacofónico y produce un efecto evocador de comportamientos menos ordenados).  

Cualquier clase de fruta (en la obra de Steinbeck también tenían importancia los melocotones) sirve para evocar lo que sienten quienes, despojados de todo, apenas pueden aferrarse a una esperanza lejana y, casi siempre, poco consistente. Pero, tal vez, la bananas sirvan mejor para representar, de un modo más gráfico esos campos prometidos, de significado diverso para unos y otros, que provocan emociones, como el desencanto o la ira. Es difícil mantener la templanza ante un arrebato de avaricia bananera. Y cuando la codicia destruye unos cultivos bien arraigados en una tierra generosa y feraz, sobre la que se ha profesado una fe constante y duradera, la ira se transforma en tristeza. En una tristeza que contrasta con la imagen alegre y desenfadada del espíritu bananero más contumaz.

Bananas dispersas por el tapiz de una vida hueca que amarillean el ánimo de quien las dispersó, persiguiendo un reflejo dorado que se oscurece con el tiempo y queda reducido a una cantinela, repetitiva y obsesiva, que retumba en el pozo de aquellas almas ajadas y tristes que olvidaron la luz y se entregaron al silencio: "Oro parece, plata no es".

Y no era plata. Ni oro. Solo unas cuantas bananas...

No hay comentarios: