miércoles, 27 de agosto de 2014

Sirenas montaraces

En West Hollywood aseguran que hay falsas sirenas recorriendo sus montes en algunas noches de verano.
Dicen que son sirenas de gesto serio y adusto, que se mueven con gran soltura en la oscuridad, mientras los especialistas saltan de azotea en azotea y un artista holandés trata de esconderse, sin éxito, en la enorme ciudad.

Las falsas sirenas cantan canciones tristes a los marineros que, cansados de sus largos viajes, no advierten cuando las escuchan que ellas están fingiendo que fingen mucho más de lo que, en realidad, fingen. Pero bueno, el caso es que fingen. Hasta fingen que son sirenas...
Sirenas que vuelan de día y nadan de noche, guardando bien la ropa y manteniendo rígido un código (505-615-505) que cada mañana olvidan, bajo sus sombreros vaqueros de ala ancha y doblada.
Por lo visto, es algo que pasa mucho en las partes altas del condado, allí donde las calles se terminan y la montaña parece venir al encuentro del profeta viajero.

Las sirenas montaraces no son humanas, aunque tampoco son sirenas del todo. Son seres mutantes. En las épocas difíciles, cuando el sol, el verano y el rufián aprietan, buscan el amparo de los árboles grandes y frondosos. Por el contrario, cuando la brisa es dulce y los rigores del estío ya han pasado, los talan para hacer leña, pues el invierno puede ser largo y no es probable que vuelvan a necesitar su sombra en mucho tiempo.
Podréis reconocerlas al andar. Sí, al andar, porque las sirenas de montaña tienen piernas (poca utilidad tendría para ellas una cola llena de escamas). Pero como, al fin y al cabo, son (o fingen ser) sirenas, desvían, muy ligeramente, el pie izquierdo hacia el interior cuando andan... silenciosas y tranquilas (como dice Adamo) por las calles. Ellas no se dan cuenta de que lo hacen, claro.


Como las horas se hacen largas, puedes comer en Asia o en Cuba mientras esperas. Y eso te da un amplio margen para pensar.
Todo estaba minuciosamente planificado desde mucho antes. Con una frialdad que asusta, se había elegido ese día de septiembre porque resultaba el más conveniente. Así no se desaprovechaba nada. Los Aliados prepararon su desembarco en Normandía con un método similar, aunque ellos tuvieron que retrasar un día sus planes. Ni Eisenhower, sesenta años atrás, había sido capaz de ser tan preciso.
Nada se dejó a la improvisación. Ávila o Alcalá... todo resultaba indiferente para los leñadores de aquellos bosques amortizados, para los segadores de campos ajenos.


La tristeza es infinita no ya por lo perdido, que no es tal, sino por lo que nunca se tuvo. Los viajes son muy educativos.
Una mentira inmensa, una leyenda imaginaria transmitida de ciudad en ciudad, de país en país... de continente en continente. Las sirenas de montaña no existen. No han existido nunca. Son una fantasía delirante e imprecisa, con lunares repartidos por una anatomía metafísica, carente de rodilla y pecho, que atraviesa la Vía Láctea en busca de siete estrellas que fueron cinco.
Las sirenas de montaña no existen. Solo hay sirenas en el mar, persiguiendo a los barcos... y, tal vez, a los delfines.

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