jueves, 6 de febrero de 2014

Sujetos pasivos

Hay gente que, en los momentos comprometidos, utiliza el método del sujeto pasivo.
Es una estrategia bastante eficaz para confundir al personal y, con un poco de suerte, puede hasta llegar a despistar al contrario. Eso sí, para que tenga más posibilidades de éxito, conviene tener cara de no haber roto un plato en la vida o, si no se tiene, ponerla. Una mosquita muerta, por ejemplo, consigue con esta técnica unos resultados bastante más rotundos que una supervamp o, incluso que una mujer de rompe y rasga.

No quiero decir con esto, ni mucho menos, que sea este un posicionamiento vital exclusivamente femenino, aunque es cierto que el sujetopasivismo tuvo sus orígenes, según cuenta la tradición popular, en un albergue-escuela de jóvenes muchachas chinas, que, en tiempos remotos, fue muy famoso al sur de las montañas de Manchuria.

Su uso más frecuente se produce en aquellas situaciones en las que es recomendable para los intereses propios analizar el comportamiento ajeno como si el nuestro no hubiese existido.
Esto es, en sí mismo, una hecho bastante insólito en la vida real, puesto que en las relaciones normales entre las personas todos adoptamos una actitud y, la mayor parte de las veces, hacemos cosas. Cosas que, en función de diversos factores, pueden ser buenas, malas, regulares o neutras.
Pues bien, la clave está en juzgar el comportamiento ajeno como si se hubiese producido sin solución de continuidad, es decir, como si no hubiese habido más que un actor.
El procedimiento es, en teoría, sencillo. Sin embargo, llevarlo a la práctica requiere una gran precisión que no está al alcance de cualquiera.

Hay que tener en cuenta que es preciso obviar, hasta sus últimas consecuencias, las propias actuaciones, con independencia de que estas hayan sido buenas o malas, ya que para quien practica el sujetopasivismo con rigor, lo único importante es que el otro sea el responsable exclusivo de los acontecimientos vividos.
La lógica de este mecanismo es cartesiana, puesto que aceptar que se tiene un determinado papel activo en los hechos, otorga al sujeto, de forma automática, un porcentaje de responsabilidad del que es fundamental huir a toda costa para que, no teniendo carta de naturaleza, sea imposible valorarlo desde ningún punto de vista y, especialmente, desde el de la ética.

Por lo tanto, los expertos en el método del sujeto pasivo, saben muy bien cómo saltar en el tablero de ajedrez de la vida sobre esas casillas incómodas que recuerdan que las relaciones entre las personas son, como mínimo, cosa de dos.
Así, jugando en todo momento con fichas blancas, aseguran, sin el más elemental rubor, que fue siempre el otro quien hizo todo (lo bueno y lo malo... normalmente, en este preciso orden), convirtiéndole en sujeto activo permanente y enrocándose ellos en la última línea del damero, protegidos tras los peones del lado que resulte más propicio y conveniente.

De lo que no se dan cuenta es de que su personalidad (de la que, por otra parte, suelen presumir mucho) queda un poco desairada con tan drástica implementación de su sujetopasivismo, pues, según su versión, ellos se han limitado a recibir, disfrutando o sufriendo del comportamiento ajeno, pero sin dar ni hacer nada a cambio (con independencia de todas las barbaridades que hayan podido cometer en el ínterin, que, con gran probabilidad, fueron las que provocaron el cambio en la actitud del otro, si es que se produjo).


O sea, que puede que sean pasivos, pero de lo que no cabe duda es de que son sujetos... de cuidado.

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