miércoles, 12 de febrero de 2014

Bestias sin bella

Antes, cada bestia tenía su bella. Ya era una costumbre popular tan generalizada, que se había convertido casi en obligación con el transcurso del tiempo.

La mayoría de las bellas tenían una facilidad natural para encontrar su bestia particular, normalmente no en forma de mochuelo ("Ya llegó el Espíritu Santo, en figura y forma de mochuelo", sentenciaba aquel profesor del Ramiro cada vez que un alumno soplaba una respuesta a su compañero y este contestaba a la pregunta que le había sido formulada, tras haber dejado en evidencia previa su absoluta ignorancia), sino de aguerrido rufián, bien aferrado a su presa.

El más famoso de todos ellos fue El Macarra, verdadero líder espiritual de la categoría, a quien Paquito dedicó su conocida romanza "El Macarra es un bicho muy malo (no se mata con piedra ni palo)". Pero hubo muchos otros.
La lucha contra esta lacra apenas producía algo más que pírricas victorias, cuyos resultados prácticos a medio plazo solían ser insignificantes, ya que la tendencia innata de las bellas acababa imponiéndose a la razón, a su propia dignidad e, incluso, al más elemental sentido común.

A medida que pasaban los años, este colectivo fue tomando fuerza y carta de naturaleza en la sociedad, hasta el punto de que una bella que no tuviese su bestia, era tratada con un cierto desdén por las demás. En especial por aquellas cuya posición al servicio del rufián de turno estaba más consolidada.

La cultura occidental fue aceptando la situación, con la misma resignación con la que se aceptaron los abusos continuados de los hijos hacia sus padres o los de las compañías eléctricas hacia los ciudadanos.

Sin embargo, el (muy dudoso) componente romántico que esta realidad incontestable pudiese llevar aparejado, se ha ido diluyendo, de forma progresiva.
Ya se recuerda, casi con añoranza, la época en la que cada bestia tenía su bella. Aquella etapa de la historia en la que parecía que las bestias eran parte indisoluble de las bellas. De unas bellas que lo eran, aún más, a los ojos de los soñadores gracias a ese defecto congénito que acercaba su divinidad al mundo de los humanos, que las hacía parecer reales y susceptibles de redención por quienes, seguidores siempre de un apasionado e inútil espíritu decimonónico, aspiraban a una gloria que era, a la vez, efímera y eterna... absolutamente inmaterial y utópica.

Hoy en día, las bellas lo son menos que antes. Y las bestias campan por sus respetos en un universo que carece de alicientes metafísicos.
¡Qué lejanos quedan los celestes y elíseos campos que acogieron a Goethe y Hölderlin en sus últimos viajes!
Y qué tristes nos parecen los versos de Píndaro en un mundo sin bellas, en el que las bestias oscurecen la nostagia con el rumor maldito de las tinieblas:

Y aquellos que mantengan tres veces su juramento,
manteniendo sus almas limpias y puras,
jamás dejarán que sus corazones
sean manchados por el mal y la injusticia y la venalidad brutal.
Ellos serán dirigidos por Zeus hasta el final:
al palacio de Cronos.

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