martes, 4 de febrero de 2014

Inventando el pasado

El trabajo del historiador es arduo. Dejar constancia de lo que ha sucedido y hacerlo con rigor y exactitud no es, desde luego, tarea fácil.
La mayor complicación reside en ser capaz de discernir las fuentes fidedignas de las que no lo son, algo que no resulta nada sencillo.
El historiador escribe, casi siempre, de épocas que no conoció y tiene, por ello, que dar crédito a otros que, probablemente, tuvieron que hacer lo mismo que él, basándose en historiadores previos que, a su vez, hicieron otro tanto.

Por si todo esto no fuera suficiente para poner en tela de juicio muchas de las versiones que llegan hasta nosotros de lo sucedido en tiempos pretéritos, hay que añadir que los documentos históricos contemporáneos de los hechos que describen, suelen ser, precisamente, los menos objetivos de todos.
Y lo son porque están sujetos a la influencia inevitable de las opiniones subjetivas de unos autores que, ya sea por sus ideas, por las circunstancias que les han tocado vivir o por las consecuencias que los acontecimientos les causaron, han sido, de alguna manera, parte de la historia que ellos mismos nos cuentan.

La perspectiva del tiempo es la que otorga imparcialidad al historiador, pero, a su vez, esta distante visión provoca un conocimiento mucho menos exacto de lo sucedido.


Como es lógico, cuando todo esto lo trasladamos al ámbito personal, es decir, a nuestra historia particular, los condicionantes de implicación y proximidad son tan intensos y poderosos que determinan las versiones de los hechos, llegando, en ocasiones, a deformar la realidad hasta límites insospechados.

En muchos lugares ocurre, pero en nuestro país, la destreza desarrollada en el arte de inventar el pasado se ha convertido, desde tiempos inmemoriales, en un auténtico deporte nacional, que cuenta con muy laureados campeones.

Yo no soy historiador. Carezco de las virtudes necesarias para escribir con rigor desapasionado y estricto. Por eso, todo lo que yo hago es literatura, a pesar de que hay quien se empeña en ver lo que no hay detrás de mis artículos y poemas. Y no me refiero a los lectores, quienes, como los espectadores en el fútbol o en el teatro, tienen todo el derecho a pensar lo que quieran (esa libertad de sentirse identificado o no con lo que se lee es uno de los grandes valores de la literatura), sino a esos otros historiadores/inventores, que se creen el centro del universo y que se obstinan en creer que no hay línea ni verso que no esté dedicado a ellos.
Están muy equivocados. El mundo es demasiado grande y ellos demasiado pequeños como para que eso suceda. Curiosamente, suelen ser los mismos que se dedican a reinventar la historia. En especial, la suya y la de quienes les rodean.

A mí me produce una profunda tristeza comprobar cómo esos inventores del pretérito modifican los acontecimientos a su antojo y conveniencia, pasando de puntillas sobre lo importante y agarrándose a cualquier error ajeno, utilizando su memoria caprichosa como si fueran las mandíbulas de un doberman furioso y resentido.

Lo más terrible, sin duda, es que borran de ese pasado todos sus actos truculentos (o, siendo generosos, sus tremendas y gravísimas equivocaciones) y, no conformes con ello, se atreven a pedir explicaciones a quienes han sido víctimas de un comportamiento tan desleal y perverso que, como diría el Fantasma de la Ópera, fue más allá de la imaginación humana.
Nunca son capaces de reflexionar... de admitir su parte de culpa, por mucho que haya quedado demostrada y sentenciada en todas las instancias posibles.
Ellos siguen aferrándose a la responsabilidad ajena como último recurso para escribir una historia que nunca sucedió. Con ello, desprecian la mano amiga tendida y cierran la puerta no ya a la verdad, que casi no importa cuando se ha perdonado, sino a la propia vida... e, incluso, a inventar (esta vez de forma positiva) un futuro que cada día es más corto para todos.

Triste, pero cierto.

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