miércoles, 8 de mayo de 2013

Et in Arcadia ego

No conozco a nadie que no haya tenido su arcadia particular.
Siempre hay en la memoria un lugar y un tiempo idílicos que el severo transcurso de la vida acaba colocando en el recuerdo, con esos matices de particular encanto renacentista que eleva la nostalgia hasta el bucólico mundo de la feliz tristeza.

El esplendor de la belleza y el entusiasmo que suelen acompañarla recomiendan un memento mori que nos impida sucumbir ante la soberbia del éxito.
A mí me gustaría que mi epitafio rezase, con silenciosa y eterna voz, profundamente grabada en la piedra: "Et in Arcadia ego". Porque yo, como todos, tuve mi arcadia.

En esa región de mi peloponeso personal, las ninfas reían felices en su pastoril entorno, entregadas a los placeres de una vida terrenal que parecía infinita, plácida y luminosa. Una égloga perenne en la que la naturaleza fingía ser paradisíaca y el espíritu más puro mientras Teócrito escribía sus dulces Idilios, que discurrían entre arroyos y campos, arrullados por una música tan suave como la mirada engañosa y furtiva de la esquiva Dafne... antes de que quisiera convertirse en laurel.
Pero las tardes azules se fueron. La celeste espuma desapareció y los bancos se secaron. Ni siquiera el granizo volvió a hacer acto de presencia.
La ninfa de los árboles huyó de Apolo, herida por la flecha de plomo del vengativo Eros. Tal vez por eso el laurel es mi árbol favorito. Dicen que Arcadia está llena de laureles.

Y, al fin, la vida pasa. Los cementerios del mundo están llenos de egos que tuvieron su arcadia. Allí, en sus tumbas, reposan para siempre ilusiones y sentimientos... mezclados con huesos y olvidos.
Es una lástima que no podamos descansar todos eternamente en el centro del Peloponeso, en la vieja tierra de los pelasgos, dando cobijo a los ritos de las bacantes y sirviendo de refugio al legendario dios Pan. Es una verdadera lástima.

Está claro que todo esto nos debe hacer reflexionar sobre la efímera vanidad de la gloria, esa falsaria traicionera que nos embauca con tanta facilidad con sus halagos y quimeras. Y es que no hay Megalópolis inconquistable. Tarde o temprano, la codicia de alas blancas acaba destruyendo las murallas que otrora resistieran, firmes, tantos y tantos asedios espartanos.

Aquella fue mi arcadia. Y ya no podrá borrarse nunca de las noches solitarias de una primavera ficticia, que muere cada septiembre, tras un nuevo verano perdido en el silencio. Calisto y Arcas flotan en el cielo todas las noches sin luna, protegiendo el recuerdo de aquellas siete estrellas que iluminan el fértil valle de la vida, ese que sigue alimentando al laurel dormido.

Et in Arcadia ego, sí. Y era una arcadia dorada, utópica, brillante... tal vez demasiado romántica para ser real. Pero yo sigo creyendo en ella.
Y espero, cada mes de mayo, que el laurel vuelva a brotar en mi jardín imaginario.

1 comentario:

Samael dijo...

hay un cuadro de Poussin, que se llama así, et in arcadia ego, donde aparecen unos pastorcillos contemplando precisamente una lápida con esa inscripción. La relación que tiene este cuadro con el repentino enriquecimiento del cura Saunier, del pueblecito Rennes la Chateau, es otra historia (de misterio) de lo más interesante.