viernes, 12 de abril de 2013

Dream Wars

Mucho se ha escrito sobre el mundo de los sueños. Tal vez demasiado en extensión y demasiado poco en profundidad.
Nuestro viejo amigo Freud nos deleitó con una interesante teoría psicológica, según la cual el subconsciente transporta las emociones enterradas hacia la superficie consciente del individuo, al quedar parcialmente liberadas de la represión a la que, de una forma u otra, están sometidas.
Sin duda, sabias y centenarias reflexiones científicas que han condicionado una buena parte del desarrollo de la moderna psicología.
Con el Id, el Ego y el Superego flotando en el proceloso océano de la vida, los sueños parecen ser, según esta doctrina, la principal conexión psicológica entre las tres partes de nuestro aparato psíquico.

Yo, haciendo ostensible gala de un modestísimo conocimiento científico, veo los sueños como un universo mucho más cinematográfico.
Para mí los sueños son el permanente campo de batalla en el que el Imperio de la Consciencia mantiene su interminable guerra contra la Alianza Rebelde Subconsciente.
Un conflicto feroz y despiadado en el que ambos combatientes utilizan todas las armas a su alcance para obtener sus siempre pírricas victorias.

El potencial de ambos ejércitos es claramente desigual. La fortaleza del Imperio es casi absoluta, mientras que la Alianza Rebelde tiene pocos recursos bélicos y su capacidad de aprovisionamiento fuera de su hábitat natural es muy limitada.
Sin embargo, por suerte para los rebeldes, esta es una guerra que siempre se libra en la remota galaxia de los sueños. Y allí, la Alianza Rebelde Subconsciente juega con ventaja, porque las los lentos y pesados contingentes del Imperio de la Consciencia maniobran con torpeza en un terreno tan complejo y escarpado en el que, por el contrario, la guerra de guerrillas aliada prepara con facilidad sus emboscadas a la razón, a la lógica y al poco ágil sentido común, que son los tres principales baluartes del Imperio.

Con este panorama no es raro que, en esa onírica dimensión, la fantasía se imponga a la realidad, que suele ser, además, mucho más vulgar y menos atractiva.
Inmersos en nuestros sueños, olvidamos la maldad y la traición. No es difícil imaginar, abrazados a Morfeo, que quienes nos odian desean nuestro bien o que la terrible y muy arraigada Teoría General de la Elasticidad Universal del Sentimiento no es la norma necesaria de conducta de las personas que amamos.
Pero lo más extraordinario de los sueños son nuestras propias reacciones. Es fácil aceptar nuestros sentimientos cuando dormimos, libres de ese empeño contumaz por aplicar la Ley del Talión al que nos impulsa el mundo real. No sufrimos de esa inútil tendencia a la venganza que tanto desasosiego crea a quien la padece.

Por eso yo recomiendo soñar. Y mejor, aún, si lo hacemos dormidos.
Claro que, para completar triunfo de la Alianza Rebelde Subconsciente sobre el pérfido Imperio de la Consciencia, deberíamos ser capaces de transmitir nuestros sueños a los demás.
Ojalá existiese la telepatía onírica. Con ella acabaríamos con muchos comportamientos obstinados y absurdos, incluidos los de aquellas personas que parecen preferir el silencio eterno a disfrutar de la verdad que les ofrece quien mantiene izado sobre el muro del tiempo el pabellón de la vida.

Es una guerra que todos podemos ganar.

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