lunes, 25 de marzo de 2013

Equinoccio

Me gustan los equinoccios. Lo he recordado al escribir mi último artículo.
No es que yo celebre rituales sagrados en honor de la diosa Ostara, como hicieran los antiguos germanos, no. Pero que la noche y el día tengan la misma duración me parece algo extraordinario.
Es como si la vida y la muerte durasen lo mismo.

Sin embargo, la realidad es que la vida es muy corta. Mucho más corta que la muerte, que se me hace muy larga y un tanto aburrida, aunque hay que reconocer que tiene la ventaja de que suelen dejarte en paz y te libras de un montón de pesados que no paran de darte la lata cuando estás vivo... pero no por ello deja de parecerme aburrida.
Por eso no entiendo a esas personas que se empeñan en desperdiciar su siempre breve tiempo terrenal haciendo lo contrario de lo que quieren, cuando está en su mano cambiarlo, claro está. Son esas gentes, amantes del silencio, que prefieren callar a permitir que la luz de la vida atraviese unas ventanas que tienen cerradas y atrancadas con fríos barrotes de orgullo y pegajoso lodo de vanidad.

A mí, por alguna curiosa razón (tal vez de origen mitológico, como la propia Ostara), los equinoccios me traen imágenes lejanas de islas septentrionales del Adriático, del condado de Surrey o del valle del Main, aunque es probable que a otros les sugieran recuerdos menos geográficos.

Tampoco soy defensor de las aventuras equinocciales, pues sé muy bien que algunas de ellas tuvieron muy penosas consecuencias, como la del un tanto enajenado Lope de Aguirre, que acabó como todos conocemos.
Pero ese era otro equinoccio, el del ecuador terrestre, tan permanente como peligroso cuando se persiguen dorados que no existen más que en la fantasía de quienes se aferran a lo absurdo y abandonan la lealtad.

Por el contrario, estos equinoccios que vivimos en marzo y en septiembre, ya sean primaverales u otoñales, son propicios para que los sueños olvidados recuperen su ubicación tradicional, gracias a la igualdad temporal de la noche y el día.
Las noches cortas del verano dejan menos espacio al sueño noctámbulo, desnivelando la balanza onírica en favor de aquellos que prefieren soñar despiertos (o durante la siesta, que también se puede soñar en la siesta), mientras que la mayor oscuridad nocturna del invierno, invita a que nuestra imaginación refleja se vuelva nictálope, como aquél amigo mío del Canal, que solo usaba gafas de sol cuando no había luz.

Como a mí me gusta soñar tanto de día como de noche, prefiero los equinoccios.
Ya sé que juego con ventaja, porque todos mis sueños son buenos. Nunca tengo pesadillas, pese a que no ha faltado quien ha insistido en provocármelas, desde luego. Lo que pasa es que tratar de provocar pesadillas es muy peligroso, porque, a veces, acaba sufriéndolas quien ha tratado de causárselas a otro. No lo recomiendo. Es como el que juega mucho con fuego, que suele acabar quemándose.

Así que, volviendo a brillante Ostara, disfrutemos de estos días de igualdad, tan poco frecuente entre la propia humanidad, y pensemos que la filosofía del equinoccio es, también, posible aplicarla a otras facetas de la vida... la riqueza, la salud, la justicia, la libertad... todas ellas tan desiguales para los hombres.
Sí, reconozco que es pedir demasiado, así que me conformaré con la imaginaria ventaja que yo atribuyo al equinoccio, la de poder soñar por igual dormido y despierto. Y, a ser posible, que el sueño sea siempre el mismo.
Porque cambiar de sueño, también es traicionar a la lealtad.

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