martes, 25 de septiembre de 2012

Portero de noche

El pasado se escribe siempre sobre papeles envejecidos.
Da igual que lo haga uno u otro. Y ni siquiera es necesario que para ello utilicemos papiros, pergaminos o cualquier otro soporte antiguo. No importa que la escritura sea analógica o digital. Ni que la caligrafía sea arcaica o ultramoderna. El pasado siempre se escribe sobre papeles envejecidos.

Es cierto que este tipo de papeles ayudan a conseguir un aspecto más interesante, incluso más romántico, al contenido de lo que se escribe en ellos, pero también es un hecho que estos lienzos envejecidos por el paso de los sentimientos sobre ellos, deforman parcialmente la realidad al trasladarla al mundo de lo que se quiere recordar... o, tal vez, de lo que se puede, porque no es posible recordar las cosas como sucedieron. Retratar en ellos la historia es, sin duda, un ejercicio, más o menos modesto, de interpretación artística de lo sucedido.
El flujo permanente de la vida afecta a todo. A las personas, a sus circunstancias, a su percepción de sus propios actos, a sus opiniones y, también, a su propia naturaleza.

Pongamos un ejemplo. Cuando Goya plasma en un portentoso cuadro los fusilamientos acontecidos el 3 de mayo de 1808, los impregna (dentro del indiscutible dramatismo de sus imágenes) de una belleza de la que, muy probablemente, carecieron. Lo mismo ocurre con la escultura, con el teatro, con el cine y, desde luego, con la literatura.
Y, cada vez que escribimos algo, aunque sea para relatar unos hechos en forma de acta, estamos haciendo literatura. Cambia el estilo, la forma de utilizar la gramática, la destreza en el uso del idioma (en ocasiones, por desgracia, hasta la ortografía), pero no por ello deja de ser una creación literaria. Muchas veces lamentable, paupérrima, carente del más mínimo interés desde el punto de vista del leguaje ilustrado... pero creación literaria, a fin de cuentas.

Hasta la fotografía utilizada para contar lo que hemos visto o vivido nos engaña. El objetivo, la luz, el diafragma... producen variaciones que dotan de realidad propia al resultado, modificando, interpretando o matizando un pasado que no sucedió de una sola manera, sino, por el contrario, de infinitas.

Ese portero de noche que hoy nos devuelve a un pasado que habíamos reconstruido sobre una fantasía delirante, tan lejana de lo vivido, aunque ligada a la realidad por casi todos los elementos que, luego, hemos utilizado para recomponer nuestro rompecabezas interno, de cara a transformar nuestra historia en un mensaje de inocencia fraudulenta, no es más que una verdad incómoda, tachada violentamente de la conciencia que ahora se nos presenta cara a cara, y que no podemos seguir negándonos con éxito a nosotros mismos.

Nadie está libre de culpa. Todos debemos reconocer nuestros errores y rectificar. Por eso es tan triste que solo unos lo hagan, mientras otros se siguen enrocando tras sus soberbias torres de marfil, protegidas, en sus silenciosas casillas, a la retaguardia de sus infieles pero exigentes peones.
¡Cuántos porteros de noche permanecen ocultos de sus pasadas identidades, esperando, como el arpa de Bécquer, la mano de nieve que sabe arrancarlas!
Y son de nieve, sí. Tan frías como ella. Porque solo manos de nieve y almas de hielo son capaces de vivir en la noche del presente, rodeadas de porteros nocturnos que, ya sin gorras ni uniformes victoriosos, siguen escribiendo su pasado sobre papeles envejecidos.

1 comentario:

Unknown dijo...

...Su fama les precede. Son esos que aplican la distribución irregular de la jornada a las madres que trabajan en Asistencia, entre otros muchos mostrencos detalles como el de negarse a las encuestas de clima laboral cuando en algún departamento hay más que indicios de prevaricación y abuso por parte de su principal preboste. Los que firman despidos sin realizar pesquisas sin que les tiemble el pulso. Son Recursos Humanos. Obsérvese la paradoja.
No voy a volver ahora a hacer la etopeya de estos tres tipos (sí volveré a hacerla no tardando) porque creo que a nadie ya hoy pasa inadvertida, por lo que el tolerarla sólo se aviene con, o bien un inabarcable miedo, o bien un subrepticio deseo de hacer méritos a sus ojos, o lo que es menos probable, a una monumental cachaza.

Y es que estos que corren son tiempos de posicionarse. Es evidente que muchos ya lo han hecho. Entre ellos, quienes disfrutan de prebendas, o aspiran a ellas. Esos que han olvidado ese muestrario de principios que han devenido en fastidiosa y cargante letanía por contener tan depauperados, abstractos y farragosos conceptos como Honor, Lealtad, Integridad, Valor, o Dignidad.
Por supuesto, es mucho más cómodo tener una majada en la que sentirse arropado y una rutina a la que avenirse que no andar clamando famélicas justicias.
Pero esos que hoy piensan en el redil apelando a que no les falte pan a sus hijos – aun a pesar de que muchos no los tengan-, tal vez en un futuro cuando sus hijos les pregunten qué medidas tomaron en su día para colaborar a hacer del mundo un sitio más habitable, no sepan qué contestar. Porque decirle a un hijo “fui sumiso y obediente con cuantos pudieran hacerme daño”, o “me limité a mirar silbando para otro lado cada vez que se cometían injusticias a mi alrededor que procuraba que a mí no me salpicaran”, no va a sonar muy heroico.
Siempre cabe, eso sí, hacerse una ética a medida. Es lo más fácil. Y lo más cómodo, claro.

Francisco Callejo
lacharpadelazabache@gmail.com