martes, 9 de noviembre de 2010

Venecia en otoño

Fui por primera vez a Venecia hace más de cincuenta años. Ya sé que, dicho así, parece mucho tiempo, pero para ella no es apenas nada.

Como es lógico, algunos recuerdos de aquel viaje los tengo casi perdidos, pero otros, curiosamente, se me han quedado grabados. Había pequeñas embarcaciones de vela latina navegando por el Gran Canal. Yo, al menos, juraría que las vi. Es la única imagen diferente que guardo de una ciudad por la que parecen no haber pasado los años en otoño.
Y digo en otoño, porque en verano sí se nota el terrible paso del tiempo. Del tiempo y de las compactas multitudes que fluyen, obsesivas, entre Rialto y San Marcos, cual marabunta multicolor y pueblerina.

En otoño no es tan grave. Desde luego que hay turistas, claro, pero en muchas zonas y, sobre todo, a ciertas horas, casi están desaparecidos.
Es entonces cuando la vieja capital de la Serenissima alcanza su verdadera dimensión, en su más alta cota de tristeza escénica. Mahler parece sonar en cada esquina y la sombra de Visconti y Mann se refleja en los pequeños canales y en las vacías playas del Lido.

Recuerdo, también, el hotel Bauer, junto a la fantasmagórica aparición nocturna de la iglesia de San Moise'. Mi madre llevaba un chaquetón rojo anaranjado, un pañuelo de seda anudado al cuello, una guía de Venecia y una sonrisa. La recuerdo delante de La Fenice, sobre el puente de Rialto y con San Giorgio Maggiore a su espalda. Es asombroso como algunas imágenes se quedan fijas en nuestra retina aunque hayan pasado las décadas. El resto lo tengo confuso. Una comida en la terraza superior del Danieli, junto a un famoso escritor y su familia, una cena en el Harry's Bar...

Así es la vida. Como la publicidad. Efímeras ambas. Los anuncios son como los mosquitos: su vida es breve, así que tienen que picar tanto como puedan, sin desperdiciar ni un minuto de su corta existencia. Tienen que pinchar con su aguijón antes de que alguien utilice contra ellos un insecticida o el mando de la tele...
La publicidad, como Venecia, alcanza su esplendor en otoño. Por lo menos, a mí me gustan más. Sin monsergas navideñas ni aluviones de turistas, son mejores una y otra. La publicidad es más alegre en otoño. Venecia, más triste. Pero las dos te enganchan. Y, a veces, graban algo en tu memoria o en tu subconsciente. Luego, el tiempo se encarga de transformar esas imágenes, esos recuerdos, y los convierte en algo relevante o en fantasmas sin luz (espíritus sin maquillar, que diría Ethel, la hermana de Guillermo Brown).

Como aquella sonrisa lejana en la terraza del Bauer, junto al Gran Canal. Poco imaginaba yo, en esos días, lo mucho que la echaría de menos tantos años después.
Que c'est triste Venise... sobre todo cuando no puedes dejar de pensar en ella desde el absurdo, ni quitar de tu cabeza el adagietto de la quinta sinfonía de Mahler.

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