miércoles, 17 de noviembre de 2010

Seehof-Normandy

Pues sí, hacía mucho más frío en París que en Berlín. Sobre todo, por la noche. Claro que, a veces, Unter den Linden y la Avenida de la Ópera se mezclan en la memoria y eso no deja de ser un lío.
También es verdad que los paseos solitarios y nocturnos son mucho más tristes sin haber escuchado a Rossini, que calienta el alma.
Ahora, sin embargo, me gusta oír a Pink Martini cantando La Soledad.
Deben ser cosas del cambio climático mental en el que estoy sumido.

En el 93 España había triunfado en Cannes, consiguiendo, por única vez en su historia, el primer puesto del festival, por delante de Gran Bretaña y Estados Unidos. Un año más tarde empezaría la cuesta abajo...
No hay duda de que en el siglo XX todo era distinto. Mis amigos lo preferían. Y la publicidad española, también. Era un siglo de los de antes. De esos en los que la gente todavía creía en valores tan poco futuribles como la lealtad a unas ideas o la capacidad de sacrificio. Virtudes tontas, que a nada conducen, como ha quedado bien demostrado con el paso al nuevo milenio.
El muro había caído y aún no estaba levantado el otro, ése que dejaría en cortinilla de guiñol al Telón de Acero. Y el Palais Garnier parecía más luminoso, a pesar del intenso frío. Hasta los cisnes perezosos intentaban levantar el vuelo en algún que otro pequeño lago de la parte occidental.
El altar de Pérgamo desafiaba a un Louvre sin fantasma y la Puerta de Ishtar bien podía haber enmarcado a otra Venus de Milo... antes de que, años después, se declarase en huelga de brazos y corazón caídos.

Es bien sabido que los noviembres son duros, tanto en Europa como en el lejano Sur. Cada día son más duros, porque, con tan pocas fechas vacías, escribir adquiere el sentido que expresó Larra, refiriéndose a otra cosa. Pero hay que seguir viviendo, por más que un laberinto de nombres de ciudades se enrede en nuestra mente, mezclado con una sensación gélida y triste, que inmoviliza el alma.
Entre un año y otro hubo una vida entera. Una vida eterna, en la que no pasaron más que los días. España dio el salto de la gloria al anonimato, París se transformó en Berlín y las gafas de sol fueron un poco más redondas en Ku'damm...
Mis amigos François y Franz se podían haber ahorrado un montón de emociones y sentimientos. Sus arterias se lo habrían agradecido en los tiempos del cólera y de la soledad, que todo pasa factura.

Una vieja leyenda parisina cuenta que varias ciudades europeas e, incluso, una africana, están comunicadas por el subsuelo, y que podemos acceder a ellas, si es que somos capaces de encontrar el secreto entramado de conexiones imaginarias y evitamos que el minotauro de la carpeta bajo el brazo nos lacere en sus oscuros pasadizos, comprando disminuidas voluntades. Esto último no es nada fácil, por lo que los modernos teseos que lo intenten deberán estar preparados para afrontar una tortura moral terrible y despiadada.

Hoy, no sé por qué, también hace frío en Madrid. La humedad de la distancia se clava en los huesos del espíritu y hasta en los del cuerpo, si es que todavía tenemos cuerpo. No hace falta que llegue el invierno para que la noche sea más larga, para que el día muera antes de nacer ni para que Françoise Hardy cante L'amitié. A mis amigos se les congeló la vida y no les dejaron nada para el inevitable fin de la glaciación, sobre cuya fecha, por cierto, los clásicos no se ponen de acuerdo: mientras unos aseguran que será a finales de febrero, otros vaticinan un período mucho más largo e, incluso, hay quien afirma que podría estar muy próxima...

Nada se sabe, a ciencia cierta. Si acaso, que el perdón es más poderoso que el olvido. Por mucho frío que hiciese en París o por muy inapropiado que fuese el día de la toma de Berlín, que lo era.

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