lunes, 16 de agosto de 2010

La espalda de Damocles

La espalda de Damocles era famosa en la vieja Siracusa. Era una espalda ancha, fuerte, capaz de llevar encima cuanto fuese preciso para que todos los demás pudieran descargar sobre ella sus pesares, sus cuitas y hasta sus necesidades económicas.
Se convirtió en una costumbre local. Que uno tenía un problema, lo dejaba en los hombros de Damocles; que otro precisaba unos cuantos dracmas para saldar sus deudas, pues a pedírselos a Damocles y listo...
Pero Damocles no era Atlas, así que no podía llevar, eternamente, los cielos sobre su espalda, por muy famosa que esta fuera.
El resultado fue que la espalda de Damocles quedó pendiente de un hilo. Unos dicen que había sido cosa de Dionisio, otros, más acertados, aseguran que la verdadera responsable no fue otra que Peristera, la sibila de Siracusa, cuyo canto sumió a Damocles en un sueño eterno y profundo, del que ya no pudo despertar jamás.

Con el paso del tiempo, la espalda de Damocles perdió una letra. Pero eso no fue nada en comparación con todo lo demás. Él se quedó tan sólo con una idea sobre su cabeza. Una idea que amenazaba con caer, en cualquier momento, y atravesarla de parte a parte.
Las ideas suelen resultar peligrosas. Incluso en Siracusa.
Hay creativos que tienen una idea colgando sobre su cerebro durante años, pero que nunca acaba de madurar. A otros se les cae, pero no acierta en el sitio o en el momento oportuno.
Damocles la tuvo siempre encima. Una espalda de seis letras sobre su cabeza y otra de siete debajo de ella.

Un día, Damocles, el que siempre había soportado el peso de los problemas ajenos sobre sí, pidió ayuda. Y Siracusa se la negó. Dijeron que no tenía derecho a ella, que su papel era otro.
En todas las familias, en todas las agencias, incluso en todos los grupos de amigos, hay un Damocles. Un personaje singular, necesario... al que todos buscan cuando precisan algo. Y del que todos piensan que está por encima del bien y del mal, que sus recursos son ilimitados. Por eso no le está permitido solicitar ayuda.
Cuando la espalda y la voluntad de Damocles no pudieron más, se produjo una reacción en cadena: todos los descalabros ajenos, aposentados en sus trapecios, se vinieron abajo. Nadie se acordó de los muchos años que los habían sostenido. Peristera tampoco. Unos recriminaron su desmayo... ella se limitó a olvidar. La sibila cortó una crin al caballo de Dionisio y ató a ella una idea terrible, pesada y peligrosa, colocándola, con escandalosa precisión, sobre los cabellos plateados de Damocles.

La idea de Damocles estaba muy afilada y su punta parecía buscar siempre su cabeza, como un siniestro péndulo de Foucault, en oscilación metódica y permanente. ¿Qué sibilinos propósitos impulsaron a Peristera para acometer semejante acción? Pudo ser un error, desde luego, porque las pitonisas no son infalibles, aunque algunas pronosticaran guerras con absoluta precisión. Sin embargo, Peristera no era Herófila, si bien es cierto que guardaba un cierto parecido con Helena.
Fue entonces cuando la espalda de Damocles pasó a la historia. Su leyenda se extendió por Sicilia, por Cartago, por Calàbbria...
Hoy, tantos siglos después, no hay nadie que no haya oído hablar de la espalda de Damocles. Se ha convertido en una frase hecha, en un lugar común de las conversaciones cotidianas. Pero la espalda existió realmente. Y su dueño también. No deben olvidarlo esos anunciantes que descargan excesivas responsabilidades sobre la espalda de sus agencias. Casi todas aguantan mucho (y más en estos tiempos que corren), pero no es una buena política. Podría sucederles lo que a los antiguos siracusanos. O lo que a Peristera, que lo perdió todo por querer ganar el oro de Dionisio.

Esta, y no otra, es la verdadera y triste historia de la espalda de Damocles, aquella que, convertida en idea punzante y dolorosa, quedará flotando sobre su cabeza durante toda la eternidad que dure la memoria de nuestra civilización. Una eternidad que hemos construido a base de imaginar tiranos, sibilas y siracusas.

Una eternidad que no terminará hasta que Peristera no escriba la palabra signomi en su corazón.

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