martes, 30 de marzo de 2010

Nunca pasa nada

Jameson Jameson, el amigo y rival de Roberto Brown, se había comprado un deportivo descapotable y, lógicamente, era la atracción del momento en el pequeño pueblo en el que ambos vivían.
Roberto, acostumbrado a tener éxito con el sexo femenino del lugar, se veía sumido en el más profundo ostracismo, a causa del llamativo y flamante roadster de Jameson. Los primeros días fueron de desconcierto y desánimo: era evidente que la siempre quebradiza economía de Roberto nunca le iba a permitir la adquisición de un vehículo que hiciera sombra al de su amigo. De hecho, ni siquiera tenía posibilidad de comprarse coche alguno.
Fue entonces cuando tuvo la idea. Ya que no podía competir con un automóvil, Roberto decidió comprarse unos zapatos amarillos. Ni los más ancianos del lugar recordaban haber visto jamás unos zapatos como aquellos.
El descapotable último modelo de Jameson Jameson fue, inmediatamente, eclipsado por los zapatos amarillos de Roberto. Nadie en el pueblo volvió a fijarse en el coche deportivo, que tanta admiración y envidia había causado tan sólo unos días atrás. De nada le servía a su propietario recorrer las principales calles del pueblo de punta a punta, haciendo sonar el escandaloso claxon cada vez que cualquier remoto peligro justificaba su uso. Ni una sola de las beldades del lugar volvió a girar la cabeza a su paso. Todas las miradas, todos los comentarios, todos los murmullos eran para Roberto Brown y sus insólitos zapatos amarillos.

Creo que bastantes de nosotros hemos conocido casos parecidos. Casos de campañas de presupuesto modesto, capaces de competir con otras sustentadas por notables inversiones. Ideas creativas que compensaban con creces el reiterativo discurso del dinero sin sustancia.
Algunos dicen que ésta es la esencia de nuestro trabajo: la capacidad de sustituir inversión por creatividad. Pero es ahora, en épocas de recesiones monetarias y psicológicas, cuando este credo adquiere especial relevancia.
Claro está que, sobre todo en determinados sectores, seguimos viendo goliaths que parecen despreciar hondas y piedras, gargantúas y pantagrueles que tratan de devorar cuanto se les pone a tiro, sin reparar en lo indigestos que pueden resultar unos zapatos amarillos que desvían la atención de su público... de esas chicas (o chicos, o amas de casa) que dejan de estar pendientes de unas pantallas saturadas y obsoletas, para dirigir su mirada hacia nuevas formas de comunicación, hacia nuevos medios, incluso.
Pero nunca pasa nada. Al final, la inversión triunfa sobre el talento, como auguran las voces que mantienen que una oda (una campaña) sólo es buena de un billete de banco al dorso escrita. Y, aunque no faltará algún necio que al oírlo se haga cruces y diga disparates como los que yo mismo insinúo, lo cierto es que, en esta profesión, con genio es muy contado el que la escribe, y con oro cualquiera hace poesía.
O publicidad, que, en estos tiempos que corren, viene a ser lo mismo.

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