jueves, 18 de marzo de 2010

Gran tiburón blanco

Ya estaba empezando a resultar molesto. Y lo peor era que, conociendo su forma de ser, no iba a ser fácil quitárselo de encima. Habría que pensar algo muy bien tramado. No era tarea fácil, no.
Las obras completas de Juan Ramón Jiménez, regadas con té de Tintin eran historia. Años de esfuerzos para nada. Como lo de Brasil. Y eso que siempre creyó que aquí, con un ambiente mejor elegido y con La Pizza Italia cerca, se resolvería. ¡Nunca había conocido a un tipo tan obstinado, tan poco maleable! A pesar de las muchas muescas que tenía la culata de su revólver, ahora se veía obligada a seguir jugando a la ruleta rusa.
Estaba claro que este Paulo era un desconfiado... un condenado desconfiado. Sin embargo, Enrico era un canalla, un rufián, pero el destino le había regalado una oportunidad de oro. Y no sería ella quien rechazase un oro tan largamente codiciado. Sabía muy bien cómo disfrazarse de ángel para ocultar sus atributos diabólicos. Era una experta en esos menesteres.
Poco a poco, la idea del viaje empezó a tomar forma.
West Hollywood había sido un fracaso. Ni el truco del cambio de hotel en el último minuto sirvió de nada. Entre Keren Ann y aquellas macetas gigantes lo habían estropeado todo. Buenos Aires era una utopía... ¡tan cerca del Patio Bullrich! Así que la misteriosa posibilidad de Ciudad del Cabo era casi la única opción.
No había tenido paciencia. El tiempo no existía para Paulo. Él había dicho "siempre". Y ese "siempre" estaba eternizándose. Otros "siempres" anteriores habían durado lo normal: días, semanas, meses...
¿Cómo demonios había averiguado lo de Ciudad del Cabo? ¿Es que no había manera de esconderle nada?
El gran tiburón blanco estuvo a punto de resolver el problema. Atacó con fiereza, con furia. Los gritos histéricos en cubierta se confundieron con el violento choque del enorme escualo. Afortunadamente, la jaula sumergida resistió. Hubiese sido una muy mala solución, una solución horrible. La peor de todas.
Hay quien pierde los papeles. Y la cabeza.

Me dicen que, en los últimos tiempos, se están prodigando los concursos en los que gana la misma agencia que llevaba la cuenta.
Si es un juego (que no lo sé) es un juego cruel, caro e irresponsable.
Una asistente social que conozco diría que es un escándalo. Y tendría razón. Quien utiliza los recursos ajenos (o los públicos) para satisfacer un plan egoísta, particular, trucado y desleal, es alguien que está buscando una solución horrible a su problema.
Es una deslealtad con quienes actúan de buena fe, con quienes no juegan con las cartas marcadas, es una actitud canalla y desvergonzada, en el más literal sentido de la palabra.
Es un desprecio profundo y perverso por los más elementales principios de la justicia. Una temeridad que envilece a quien la practica con fines espurios.
Por suerte, como pasó en el terrible caso del gran tiburón blanco, muchas jaulas suelen resistir. Pero la sentencia favorable del destino hacia quien sufrió la iniquidad del jugador de ventaja, no le compensa del daño recibido. Sobre todo, del daño moral... de la traición.
Desde luego, todos sabemos que la gran mayoría de los anunciantes no actúan así. Ni siquiera nos consta que, cuando se da el caso, no sea una coincidencia, carente de intención preconcebida. Tan legítimo es que un concurso lo gane uno como otro.

Lo que pedimos quienes llevamos tantos años luchando por un proceso transparente, leal y eficaz de selección de agencia, es que se respeten las normas fundamentales de la ética empresarial. De una ética empresarial que no es tan diferente de la otra, la personal. La que no entrega a los tiburones, por muy grandes y muy blancos que sean, a quienes no quisieron ceder al chantaje. A quienes dijeron un "siempre" que resultó demasiado largo para las escalas móviles de valores fugaces.

Lo dicho, un escándalo. O un gran tiburón blanco.

1 comentario:

Ángel Riesgo dijo...

De vez en caundo el Tiburon Blanco nos muerde, gracias por recordarlo