viernes, 2 de abril de 2010

Making-of


Había que volver a intentarlo. Ni los delfines ni las tortugas hacen esas cosas. Y, desde luego, es de todo punto imposible que peces de colores se dediquen a organizar una representación de marionetas. Igual de raro era lo de Lady Di, los árabes y todas esas zarandajas. Sin embargo, estaba perfectamente grabado en el disco. Una y otra vez reproducía las mismas escenas. No era capaz de recordar nada de eso como real, pero tenía que haber pasado. Allí estaban todos: los especialistas, saltando con ímpetu por las azoteas de modernos edificios; Raphael riéndose junto a su improvisada familia de ficción... incluso estaba ella misma, retirándose el pelo de la cara con su propia mano. Parecía real. Muy real. Tanto como la playa de la Malvarrosa y aquel lejano vuelo de Iberia. O como Pavarotti cantando “Caruso”. ¿Por qué se mezclaban todas esas imágenes, todos esos sonidos? La vida se confundía con los sueños. Con unos sueños tontos que ya creía olvidados, que había borrado con esmero de su subconsciente. ¿A quién se le había ocurrido este disparate? ¿Quién había llevado, durante años, una cámara y un micrófono siempre a mano, para editar, luego, el making-of de su vida?

Nada de esto era políticamente correcto. Ella era una mujer honrada y respetable. Una madre ejemplar. Una casta esposa. Hasta el zascandil de Pablete se lo dijo, muchos años atrás, al botarate de su marido (hoy modélico hombre de negocios). Es verdad que a los tres presuntos clientes les sonó a guasa, pero lo había dicho. Mezclar, a estas alturas, delfines, tortugas y marionetas con rodajes serios de un anunciante tan poco propenso a las licencias creativas, no era procedente. ¡Qué fastidio! Un spot tan bien montado como el de su vida, puesto en entredicho por una moda estúpida y gratuita.

Cierto es que hay quien rueda los making-of para ilustrar, con la ventaja que dan casi dos minutos y medio, un comercial que no ha sabido resolver en veinte o treinta segundos. Después, cuando agencia, cliente y productora se distraen con el “cómo-se-hizo”, tienden a olvidar la mediocridad del producto verdadero, ése que carga con la cruz de su precaria naturaleza, expuesto a la cruda realidad de una duración que no admite fallos.
Pero este caso parecía, paradójicamente, inverso. El spot era impecable, limpio, formal, intachable. Era ese dichoso making-of el que lo estropeaba todo. Escenas robadas a su vida, sonrisas a destiempo, miradas a ojos demasiado transparentes, palabras sin censura... No era capaz de recordar cuándo había empezado esa moda de hacer reportajes de cada spot rodado. Lo peor era que, al principio, le había gustado mucho. Le había hecho gracia. Era un recuerdo agradable y divertido. Sobre todo de aquellos rodajes especiales. De aquellos rodajes con personajes conocidos. O de esos otros hechos en lugares lejanos y diferentes: Sudáfrica, Argentina, California... Un CD con una portada sugerente para enseñar a los amigos y, tal vez, a la familia (si no tenía imágenes comprometedoras, claro). Uno de ellos se perdió, pero seguro que andaba por ahí, se estaba volviendo un poco despistada con tantas cosas en la cabeza, con tantos equilibrios que hacer de cara a la galería. Nunca pensó que alguien iba a producir un making-of de su vida. Ni que lo iban a editar con esa banda sonora tan imposible de dejar de escuchar, por mucho que desconectase el audio.
Ahora añoraba aquella época primitiva en la que los anuncios de televisión se rodaban y listo. Sin estas tonterías, inventadas por las productoras para contentar a sus clientes y apartar su atención de lo fundamental.

El spot de su vida era magnífico. Todavía no estaba terminado, pero le estaba quedando redondo: una carrera de éxito, una vida personal intachable, un matrimonio feliz, una familia sin conflictos internos de ningún tipo... Pero el “cómo-se-hizo” era un desastre absoluto. Una verdadera catástrofe. Tantos nombres, tantos años... tantas tardes. La única esperanza era que también se perdiese este CD. Aunque no habría manera de destruir el master. Esa endiablada productora lo tenía grabado en su disco duro. Y no era un disco duro normal, no. Era un disco duro durísimo. Horriblemente duro. Imborrable. Ya le habían dicho, cuando estaba empezando, que no debía trabajar nunca con esa productora. Que era muy peligrosa. Interesante, pero peligrosa. Se lo habían advertido y no hizo caso. El intrigante dragón que lucía en su logotipo tenía una atracción fatal de la que no supo escapar. Es más, ella se empeñó en involucrarse en cuerpo y alma. Sobre todo en cuerpo.
Si don Guido fue un trueno vestido de nazareno, ella no le iba a la zaga. También asentó la cabeza de una manera española. Y, como él, puso tasa a sus escándalos y amoríos. Y sordina a sus desvaríos. La diferencia era que a don Guido le hizo el making-of el gran Antonio Machado y a ella una productora de nombre medio inglés y medio chino, de nivel poético sensiblemente inferior.

Se comenta que se ha creado un grupo en Facebook llamado “Yo también quiero que me borren el making-of”. Puede que se haga muy popular.

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