viernes, 9 de mayo de 2025

Leonardo y el té

A Leonardo le gustaba mucho el té.
Tal vez le gustaba demasiado. A Lisa, sin embargo, nunca le había llamado la atención esa extraña bebida (así la llamaba), por la que nunca había mostrado particular interés. Pero Leonardo preparaba un té muy especial: un experto habría dicho que era una mezcla de variedades negras de India y China, todas ellas procedentes de cultivos de alta montaña, muy capaces de orquestar un sabor intenso y suave, al mismo tiempo. Lisa nunca había tomado (el té 'se toma', no 'se bebe') algo semejante.
—Siempre, a partir de las siete de la tarde —solía decir Leonardo—. Bajo ningún concepto se debe tomar antes.
Y, claro, a pesar de lo sorprendente de la hora indicada, Lisa lo aceptaba como si fuese una verdad de fe. Nadie podía discutirle a Leonardo sus, en apariencia, profundos conocimientos sobre el tema... aunque nunca se supo de qué fuente provenían. 

Fue, fundamentalmente, por eso (por el té) por lo que ella se enamoró de Leonardo. Y había intentado evitarlo por todos los medios, pero no pudo: el té de Leonardo superaba cualquier impedimento que tratase de resistirse a su fuerza incontrolable.
—El único té que me gusta es el que tú me preparas —afirmaba Lisa con frecuencia.
Era verdad. Incluso se comenta que jamás llegó a probar otros tés... excepto aquel en el Hyde Park Hotel, varios años después, aunque bien es cierto que eso fue un rito programado, al que ella se entregó sin resistencia.
—La clave del té —aseguraba Leonardo, haciendo énfasis en la palabra 'clave'— está en la intensidad. No en la de su sabor, sino en la del ambiente. Hay que tomarlo a media luz.

Sin embargo, había algo más. A veces estaba ese 'Humo de los barcos' (sí, escrito con mayúscula) que confundía los sentidos a deshoras. En otras ocasiones, menos aleatorias, era la música de Lucio Dalla en la voz de Pavarotti, seguida de la de otro Leonardo, las que trasladaban a Lisa hasta lejanos lugares (Sorrento, Manhattan, Berlín...), en viajes protegidos por la penumbra reinante e impulsados por el lento movimiento de una rítmica hélice horizontal.

Mucho tiempo después, cuando ya las hojas que habían crecido en lejanas laderas de montañas indias y chinas estaban olvidadas por el orgullo herido de Lisa, Leonardo supo, con absoluta certeza, que ella nunca le había querido de verdad. Lisa solo amó lo diferente, lo inesperado, la aventura de sentir sobre su piel el aliento de un viejo dragón que, como una leve y extraña brisa, parecía surgir de un mundo raro, más propio de un sueño de José Alfredo Jiménez que de alguien que viviera en la realidad. 
Ella también consideró preciso decir una mentira, así que lo hizo, sin titubear, ante propios y extraños. De poco le sirvió con ellos, porque, tanto los propios como los extraños, no creyeron sus palabras. Pero se conformó conque le sirviese a ella misma. Porque Lisa se creyó a pies juntillas.

Y así, Lisa vivió muchos años, alejada del té, de Leonardo... y de la verdad.

jueves, 1 de mayo de 2025

Tiempo

Hablemos del tiempo. No del meteorológico, que para eso ya están los ascensores... y los noticiarios de televisión cuando hay pocas cosas que contar porque estamos en pleno verano, en mitad de una ola de calor (de las de toda la vida, pero que ahora achacamos al cambio climático), sino del otro, del cronológico.

Yo vengo defendiendo la teoría de la elasticidad del tiempo desde que era niño, pero hace poco me dejó muy confundido un viejo amigo, con quien me encontré, casualmente, en plena calle, después de un montón de años sin habernos visto.
—¿Y a qué te dedicas? —le pregunté, tras los saludos y abrazos de rigor.
—Bueno... no sé muy bien cómo definirlo —respondió dubitativo—. Podríamos decir que soy fabricante de tiempo.

Mi tradicional y bien asentada seguridad en el tema, basada en esa antes mencionada postura personal sobre las muy flexibles dimensiones del tiempo, se tambaleó ante la respuesta de mi amigo.
No me atreví a manifestar, de forma inmediata, mi absoluta incomprensión del significado de sus palabras, así que me limité a comentar:
—Pues eso debe ser un gran negocio.
—No te creas —negó él, sin apenas inmutarse—. Yo fabrico tiempo, pero no sé cómo venderlo, así que solo puedo utilizarlo para mi consumo personal.

En cuestión de segundos, pasaron por mi cabeza, a la velocidad del rayo, múltiples pensamientos vinculados con la relatividad del tiempo, su inmaterialidad física, y otras diversas consideraciones relacionadas con la arbitrariedad de diferentes conceptos, incluido el del espacio, con el que, por algún motivo inconcreto, solemos asociarlo. 

—Bueno —volví a la carga, con las debidas precauciones argumentativas—... parece más difícil fabricarlo que venderlo.
—Nada de eso —fue su contundente réplica—. Como sucede con casi todo lo intangible, es muy complicado ponerlo en valor.
—Pero ¿cómo se fabrica? —interrogué abiertamente, dejando a un lado mi cautela anterior.
—Es sencillo: igual que se fabrica el espacio.

Si fabricar tiempo me parecía complicado, fabricar espacio (así, de forma abstracta) me resultaba casi inimaginable.
—El espacio no se puede fabricar —traté de replicar—. Está ahí. Como mucho, se puede acotar, rellenar, medir...
—No. El espacio está en constante movimiento. Por lo menos, el espacio en el que nosotros nos encontramos. Todos los movimientos, además, son relativos con respecto a algo. Y hay que tener en cuenta que ese algo, sea lo que sea, también se mueve, aparte de ser alterable, desde luego.
—Sí... claro, eso es muy cierto —medio razoné, sin estar muy convencido de mis propias palabras—, visto así...
—No hay otra forma de verlo. O, mejor dicho, de pensarlo. Einstein se quedó muy corto al expresar su teoría —fue la categórica conclusión de mi amigo.

Que el tiempo es una magnitud relativa me parece indiscutible. Siempre, en mis frecuentes discusiones sobre estos asuntos, he puesto el ejemplo de cómo en la antigüedad, cuando la vida de los seres humanos era mucho más corta, el tiempo se percibía más duradero, mientras que en nuestros días, disfrutando de vidas más extensas, nos falta tiempo para todo.
Expuse estas consideraciones a mi interlocutor, quien las aceptó sin la menor sombra de duda.
—Es que ahora tenemos demasiadas cosas —sentenció.
No supe qué añadir, por lo que él siguió con su explicación:
—Todo tipo de cosas. Cosas materiales, cosas que hacer, cosas imaginarias... unas y otras perjudican gravemente a nuestra percepción del tiempo.

Empecé a entender algo de lo que estaba diciendo.
—Entonces, ¿el problema es lo que nosotros percibimos? —me atreví a decir.
—Absolutamente. Lo que se percibe es mucho más importante que la realidad.
Y completó así su razonamiento:
—De hecho, nuestra realidad es lo que percibimos. A eso es a lo que yo me dedico.
—¿A qué? —pregunté, confundido de nuevo.
—A cambiar mis percepciones. Y, ahora, perdóname, tengo muchísima prisa y me he despistado con la alegría de encontrarte después de tantos años.
Me sorprendió que pudiera tener tanta prisa alguien que se dedicaba a fabricar tiempo, pero fue solo un pensamiento fugaz.
—Es verdad, muchos años —intervine—. ¿Cuántos han sido? ¿Quince? ¿Veinte?
—Depende —contestó—. Tal vez quince para ti y veinte para mí.

Y se marchó. 

jueves, 27 de febrero de 2025

SuperECOfragilisticoespialidoso

La palabra suena como una canción de Mary Poppins… pero es diferente. 
Aunque, al igual que nos pasa a muchos cuando escuchamos a Julie Andrews y Dick Van Dyke entonar aquella célebre melodía, yo me he sentido muy feliz esta mañana.

 

Observaba, con desasosiego, que la aguja que marca el nivel de combustible de mi coche se estaba acercando peligrosamente a esa posición, siempre perturbadora, que augura el encendido inminente de la luz que nos advierte que nuestro tanque pasa a la situación de reserva. Y, tras pensar (al igual que lo hacen la inmensa mayoría de los conductores en esta situación) en lo poco que dura hoy en día la gasolina (en mi caso, el diésel) en un depósito que ha sido llenado hace escasas fechas –lamentación seguida, de inmediato, de un instintivo exabrupto, impropio de una persona que, como yo, se considera a sí misma educada y prudente–, comenzó a invadirme un progresivo sentimiento de culpabilidad por considerarme cómplice de la degradación del medio ambiente, de la inestable sostenibilidad del planeta, del crecimiento desmesurado de la huella de carbono y, en definitiva, de mi negativa contribución a la ralentización del cambio climático. Solo pude evitar –con cierto esfuerzo mental, eso sí– sentirme causante directo de la deforestación del Amazonas… aunque debo reconocer que, fugazmente, asumí mi parte alícuota de responsabilidad en esa terrible hecatombe.

 

El hecho fue que me vi obligado a poner rumbo a la estación de servicio más próxima, con el fin de evitar males mayores. Y este cambio de dirección aumentó mi inquietud, pues sabía muy bien que la gasolinera más cercana era una, frecuentada por mí con más asiduidad de lo que me hubiese permitido un depósito de combustible más generoso y comprensivo que el mío, abanderada nada menos que por CEPSA (iniciales de Compañía Española de Petróleos, Sociedad Anónima), y decorada, al igual que todas las que ostentaban esa marca, con ese característico y llamativo color rojo (demostración, en otro tiempo, de una acertada táctica comercial, ya que el vistoso impacto que proporcionaba su presencia a los conductores, evitaba que pasase inadvertida a sus ojos) que, por algún extraño motivo, ahora producía en mi ánimo una cierta desazón. 

Sí, reconozco que mi incomodidad era un tanto absurda… irracional, tal vez, pero así era como me sentía.

 

Sin embargo, estaba completamente equivocado.

 

Nada más hacer el giro para salir de la autopista, surgió frente a mí la imponente mole de la estación de servicio. Pero ningún violento tono rojizo la envolvía. Por el contrario, aquel descomunal artificio, dotado con una enorme visera protectora de la docena de surtidores alineados a su sombra, se ofrecía ante mí, con su mastodóntica agresividad suavizada por una delicada combinación de azules, verdes y blancos, transmisores de una inequívoca promesa de respeto hacia el entorno… si bien, teniendo en cuenta que su emplazamiento estaba rodeado (siempre había estado así, desde luego) de asfalto, ladrillos y hormigón, nadie podía suponer que tan consistentes materiales precisasen de consideración alguna por parte de la empresa energética para su supervivencia.

 

Pero yo me alegré. Me alegré mucho.

 

En la ciclópea visera no había ni rastro del logotipo de CEPSA. Ni de ese símbolo, en forma de cruz, que podría augurar a los visitantes más pesimistas una futura necesidad clínica o, cuando menos, farmacéutica. Por el contrario, una especie de dolmen troglodítico sustituía a la ‘m’ (por supuesto minúscula, para no acobardar al personal) con la que comenzaba la nueva marca: moeve.

El nombre, hay que reconocerlo, sugería movimiento, pero las largas filas de automóviles que esperaban su turno para repostar sus respectivos combustibles no se movían… o, si acaso, lo hacían con evidente lentitud. Súper, gasolina normal, gasoil… uno tras otro, todos los vehículos (muchos con aspecto de ser más apropiados para circular por rutas rupestres, accidentadas, llenas de barro o, incluso, para vadear ríos que para llevar a los niños al colegio, estacionar en el centro de la ciudad o hacer la compra) llenaban a rebosar sus depósitos.

Esperé mi turno lleno de felicidad, cantando para mí una canción sorprendentemente similar a la de la famosa película de Walt Disney. A fin de cuentas, yo estaba tan contento como sus protagonistas, inmerso en aquel maremágnum de afortunado bienestar que descendía sobre la paciencia de los solitarios conductores (si les he calificado así es porque cada vehículo tenía un solo ocupante, detalle que no me llamó la atención por ser esa, también, mi circunstancia) desde la blanquiazul cubierta que, con iridiscencias verdosas, cuidaba de todos nosotros.

 

Pagué, casi sin darme cuenta del dineral que me había costado la broma, y salí contento de la límpida y ‘huxleysiana’ estación de servicio, camino de mi oficina en la Gran Vía madrileña, incorporando mi Range Rover al torrente de impetuosos automóviles que circulaban, frenéticos y ruidosos, por la autopista urbana.

 

¡Qué gran felicidad y paz interior se respiran cuando uno se siente parte de ese indomable y, ¿por qué no decirlo?, inconformista y rebelde espíritu ‘SuperECOfragilisticoespialidoso’ que salvará el planeta!