Esta tendencia hacia la literalidad lingüística que estamos viviendo (en el fondo yo la defiendo, por lo que no queda bien que ahora la critique) nos está llevando a interpretar con cierta inexactitud expresiones habituales, desviándolas, con frecuencia, de esa original belleza semántica que siempre tuvieron algunas de ellas.
Hoy quiero hablar del amor propio.
Me resulta incómoda esa traducción que casi todas las fuentes dan a la unión de estas dos palabras. Esas fuentes (digitales, en su mayoría), vienen a identificar 'amor propio' con 'autoestima'. Incluso llegan a mencionar 'narcisismo' como uno de sus riesgos, cuando se tiene en exceso. Desde mi, tal vez algo anticuado, punto de vista, esa acepción es, básicamente, equivocada.
"Paquito es el más inteligente", decía la señorita María Teresa a su hermana mayor, la señorita Esperanza, cuando esta, profesora de la 'clase de los mayores', le preguntaba por la capacidad de los que acudían a la de 'los pequeños', en su asombroso y extraordinario colegio de la madrileña calle de Fuencarral.
Hasta ahí, todo iba bien (en mi opinión, claro), pero lo malo era que solía continuar: "Aunque Pepito Tejedor es el que tiene más amor propio".
Ni que decir tiene que yo le tenía una poco disimulada antipatía a Pepito Tejedor, un beatífico infante, de apenas seis años recién cumplidos, cuyos infinitos rizos dorados y su edulcorado rostro angelical me parecían reñidos con la debida personalidad y apariencia de un colegial de comienzos de los años cincuenta, que estuviese dispuesto a compatibilizar su educación escolar con la aguerrida actitud vital que cabía esperar de un futuro hombre cabal.
Puedo asegurar que, cuando la señorita María Teresa hablaba del 'amor propio' de Pepito Tejedor, se refería a su (en mi opinión, impertinente) pundonor mal entendido; es decir, de ese sentimiento que impulsa a una persona (en este caso, a un niño un poco amanerado y cursi) a mantener su buena fama a cualquier precio, y a superar sus limitaciones... para siempre quedar por encima de sus compañeros.
Y esto, queridas 'fuentes digitales', no es 'alta autoestima': es ser una especie de 'repelente niño Vicente', insufrible para sus colegas de colegio y complicado de calificar para su profesora, quien se ve en la incómoda tesitura de reconocer su eficacia académica, siendo, al mismo tiempo, consciente de la relativa impostura de un comportamiento de manifiesta artificialidad intelectual y dudoso arraigo moral.
Muchos años más tarde he vuelto a sufrir las consecuencias de ese pundonor extemporáneo, en circunstancias muy diferentes. Por suerte para mí (suelo tenerla), pude sortearlo con el estoicismo que merece.
En cierto modo, ese pundonor sobrevenido es, incluso, contrario a la verdadera autoestima. Esta, te permite navegar por la vida sin ser víctima de esos inevitables contratiempos por los que todos pasamos. Es un navío (sigo con el símil marinero) que se mantiene a flote, inmune a las críticas, consideraciones ajenas y envidias que entorpecen la singladura vital de quien no la posee. No se queda varado entre los sargazos de unos mares que, nos guste o no (que no nos gusta nunca), dificultan nuestra llegada a cada uno de los puertos que nos vamos marcando como destino de los diferentes viajes que toda persona emprende, en sus sucesivas etapas.
El pundonor generado por una competitividad edificada sobre bases equivocadas, es otra cosa muy distinta. No me gusta. En particular porque persigue imponerse a los demás, mostrar una superioridad ficticia y forzada, que suele esconder íntimos problemas existenciales. A veces, rabia por los propios errores cometidos.
Y esa rabia, auténtica soberbia blanqueada, provoca nuevos errores en el comportamiento del propio 'médicin malgré lui' (valga la comparativa, un tanto hiperbólica), de los que ya le resultará imposible escapar. Son problemas, dicho sea de paso, que surgen, con cierta frecuencia, a la vuelta del verano ("Curso nuevo, vida nueva", decía aquella seguidora del pobre Pepito Tejedor, quien, pese a proponérselo con firme determinación, nunca llegó a ser más que el campeón del amor propio).
Pero, como decían Tip y Coll, será otro día cuando hablemos de esa variante del amor propio (más reciente en el tiempo, pero cuyo origen se pierde en los albores del comportamiento humano). Hoy prefiero recordar a mi señorita María Teresa (la señorita Esperanza nunca llegó a darme clase), a quien creo ver cada mañana, cuando miro hacia los balcones de la 'clase de los pequeños'. Gracias, señorita. Gracias, en nombre de cuantos tuvimos la suerte de aprender en su colegio que hay que mantenerse siendo un niño toda la vida.
El colegio de las señoritas (Esperanza y María Teresa) estuvo, durante los años cuarenta, cincuenta y principio de los sesenta, en el primer piso de Fuencarral 42, y sus balcones daban a la calle de Fuencarral y a la de Augusto Figueroa.
Adelantado a su tiempo, era mixto, y se llamaba Colegio de San Antonio, aunque casi nadie lo sabía, ya que las enormes letras plateadas, que colgaban, de un balcón a otro, mirando a lo que hoy se denomina 'Plaza de Raffaella Carrà' (que no es una plaza, pese a su nombre) solo decían: 'COLEGIO'.
Su método era tan sencillo, revolucionario y eficaz que desafió en resultados académicos (sin que sus propietarias lo pretendiesen) a centros tan destacados en su época como los Institutos Ramiro de Maeztu o Lope de Vega.
Tenía 'cuarto de los ratones'.
Pepito Tejedor (a quien pido disculpas por este artículo) estudió en él.
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