miércoles, 21 de diciembre de 2016

Scarlet Street

Edward G. Robinson hace una interpretación soberbia en esta película de Fritz Lang, en la que, desde un principio, vemos que el pobre va a acabar mal por culpa de una Joan Bennett que guarda muchas similitudes con la de The Woman in the Window, ambas empeñadas en amargarle la vida al gran Robinson, con la muy eficaz complicidad de Lang, eso sí.

Y, siendo fundamental para esta historia cinematográfica el final de cada uno de los tres protagonistas, no pasan desapercibidos dos detalles de la trama tan decisivos como son la aparición inesperada del 'hombre del cuadro' y el fondo filosófico que se desprende de todo lo relacionado con la apreciación de las obras de arte, en función de circunstancias aleatorias o de los sorprendentes giros del destino...

La película es buena, claro. Y rodada con esa nitidez que proporciona el blanco y negro de los años cuarenta. Hasta podría decirse que el título español ('Perversidad') es más adecuado que el original, entre otras cosas porque no queda muy claro cuál de las calles que aparecen es la llamada 'Scarlet', pero, sobre todo, porque sea la que sea, es mucho más negra que de cualquier otro color, incluido el rojo.

En cualquier caso, toda la trama planea sobre un panorama de relaciones personales que impresionan, deambulando entre sometimiento, macarrismo, engaño y abuso. Son cosas que también pasan en la vida real cuando la ambición y la falta de escrúpulos se imponen en ese territorio, yermo de sentimientos, en el que la pertinaz sequía de honradez provoca que la codicia se abra paso entre esas grietas que quiebran los espíritus desolados por su propio abandono.

A lo largo de mi vida he transitado por muchas calles parecidas. 
Calles reales o imaginarias, en las que la virtud se escarnece, tras debilitarse por la impotencia y haber sido maltratada por la perversidad (de nuevo el título español). En última instancia, todos sufren las consecuencias del mal.
Pero, ¿quién acaba siendo el más perjudicado? ¿El instigador codicioso cuya capacidad de reflexión solo llega hasta los límites de su egoísmo brutal, desmedido y torpe; el instrumento (no menos abyecto) de la maldad; o el inofensivo (en apariencia) objeto del disparate colectivo, cuya docilidad congénita escapa, de improviso, por el cráter del repentino volcán de su comprimido ánimo?

No hay respuesta satisfactoria para estas preguntas. Todos pierden. Aunque, tal vez, el peor parado sea la inocente víctima, supuestamente propiciatoria, que se transforma en verdugo colectivo y reserva, de forma involuntaria, la peor de las suertes para sí mismo.
"El mal engendra el mal", reza el aforismo budista. Por eso, lo mejor que podemos hacer al llegar a la esquina de cualquiera de esas calles escarlatas de las que hablamos, es seguir de frente, sin torcer nunca por ellas. Nos irá mucho mejor. En especial, si Joan Bennett está merodeando por allí.

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