jueves, 1 de diciembre de 2016

Más nueces que rosas

La relación entre el ruido y las nueces es un tema recurrente sobre el que la humanidad no ha llegado al consenso definitivo.
Por lo común, parece que existe una tendencia generalizada a interpretar el exceso de ruido como fatuo, mientras que la escasez de frutos del nogal se considera inconveniente e improductiva.
Nada que objetar tenemos a estas consideraciones, tan arraigadas en el acervo cultural (y, sobre todo, popular), a través de tantas generaciones. Ahora bien, sin menospreciar lo anterior, ¿por qué ese empeño en limitar la importancia de las cosas a la utilidad de su naturaleza física?
La respuesta, me temo, está directamente vinculada al materialismo animal que subyace en el ser humano y, en consecuencia, en la propia sociedad.

Con independencia de que muchos charlatanes y asimilados hayan construido imperios (también materiales) a base de hacer mucho ruido (como resultado de que también es un hecho que la fuerza de los medios suele imponerse sobre la veracidad de los mensajes, a la hora de obtener resultados), no parece sano sustentar la ética de un colectivo tan numeroso e influyente como el formado por la raza humana en base, tan solo, a la fijación de los bienes materiales como supremo objeto de sus aspiraciones.

Nueces y más nueces es cuanto, al parecer, debemos conseguir mujeres y hombres para alcanzar la felicidad.
Yo, sin ánimo de ofender a nadie, disiento de ello. Y, con esta afirmación, tampoco quiero defender que solo haya que valorar las virtudes de lo intangible, sino proponer la combinación de una razonable cantidad de nueces con otros bienes inmateriales (no todos ellos gratuitos, es cierto) que ayudan mucho en la vida a conseguir la plenitud.

Desde luego, no pretendo apoyar el alboroto, ya que desdeño, incluso, "las romanzas de los tenores huecos" ("el coro de los grillos que cantan a la luna" me gusta algo más), pero sí me parece que nuestro refranero popular debería incluir alguna referencia positiva más a lo espiritual, ensalzando menos el triunfo de la materialidad más primaria como fin último y absoluto.
Las artes, por ejemplo, son un buen ejemplo de ello. Sin duda, satisfacen nuestros sentidos, pero lo hacen de forma sutil (no siempre, claro, pues pueden llegar a generar serios problemas, tal como le sucedió al pobre Stendhal en Florencia) y suelen evitar la vulgaridad de impregnarlos (los sentidos) de esa sensación grosera, tan habitual en esa ordinariez que caracteriza a quien padece la tiranía de la incultura más profunda (es decir, la gran mayoría).

Prosaico y obsceno es este mundo que admira las nueces (muy ricas y alimenticias, sí) y desprecia las rosas (valga esta imagen como metáfora), sin comprender que ninguna dieta ni aspiración en la vida está completa si carece de su necesaria dosis de música, ilusión... y poesía.

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