viernes, 13 de mayo de 2016

Uno va, otro viene

Pasa con frecuencia. Cuando dos personas están cerca, no siempre están juntas. 
La proximidad física es una circunstancia variable e inconcreta, que necesita de la definición de otras variables para determinar la verdadera naturaleza de su estado.
La más obvia es el sentido del movimiento. Sobre todo, cuando la dirección es la misma: si el sentido es opuesto, la cercanía será efímera y casi anecdótica. Pero existen muchos más casos (bien conocidos en su mayoría) que indican, con certeza, que la veracidad aparente de una instantánea puede ser equívoca.

A lo largo de la vida nos pasa constantemente. Por regla general, no es grave. Sería imposible de gestionar una multitud compacta y pegajosa que no nos dejase en paz ni un momento, pero no nos referíamos a una situación tan extrema, desde luego.
Lo que suele preocuparnos (cuando nos damos cuenta, que también es infrecuente) es que estemos con alguien cuya voluntad, ánimo, pensamiento o espíritu vaya por unos derroteros muy diferentes a los que nosotros creemos y/o deseamos. 
Muchas veces, lo mismo que nos une, es causa de separación. Sí, ya sé que esto parece una paradoja, pero sucede.
Las personas se aproximan por múltiples causas, la mayor parte de ellas geográficas, casuales o circunstanciales (aunque, en nuestro fuero interno, tratemos de buscar otras más trascendentes). Después, es más habitual que cada uno busque una razón (de dudosa consistencia, por lo general) para explicar motivos que apuntalen una cercanía que, en realidad, ha llegado por alguna de aquellas causas antes mencionadas.

Luego tenemos a los que van y vienen. Esos que pasan unos junto a otros sin apenas verse, protegidos por el paraguas/sombrilla que todos llevamos abierto, de forma permanente, en nuestra travesía por el mundo.
Es algo lógico, ya que cuando no llueve demasiado (torrencialmente, en ocasiones) suele ser porque el sol nos abrasa sin piedad. Además, el paraguas/sombrilla es una herramienta muy práctica para un buen número de menesteres. No solo nos cubre, sino que nos aísla, separándonos de lo que nos rodea con una cortina imaginaria que parece encerrarnos en un territorio propio, inexpugnable.
Tiene sus ventajas, sí, pero facilita el desarrollo de ese complejo universal de la especie humana por el que nos comportamos como trenes incapaces de abandonar la vía que nos corresponde, con la única libertad de acelerar, reducir la velocidad o, como mucho, detenernos en alguna estación para reponer fuerzas que nos permitan continuar un viaje que no termina nunca.

Tal vez no pueda ser de otra manera, pero pensar que dos paraguas que se cruzan, sin reparar el uno en el otro, bajo la intensa lluvia puedan estar desperdiciando una oportunidad de modificar su trayectoria individual para emprender un camino común mejor, produce una cierta sensación de tristeza.
Es más seguro no planteárselo y cruzar la calle con decisión, sin detenerse. Y si lo hacemos por un paso de cebra, para correr menos riesgos, mejor. O no.

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