miércoles, 4 de mayo de 2016

Tiernos pajarillos

Ramón bebía mucho. Yo diría que muchísimo. Sobre todo cuando su alondra blanca (que tenía fama de cantar como un mirlo) desafinaba en sus trinos.
Era algo que, por desgracia, pasaba cada vez con más frecuencia. A Ramón le gustaban los pajaritos desde siempre. Ya en su Barcelona natal tuvo canarios y jilgueros, pero ninguno despertó en él la ilusión que había conseguido generar su alondra blanca cantarina...

Y, tal vez por vivir ahora en el campo, su ornitológica afición no solo no había mermado desde que dejó su tierra, sino que iba en aumento. ¡Cómo disfrutaba escuchando a sus dulces pajarillos en plena naturaleza!
Ramón nunca los tuvo enjaulados. Era algo que iba contra sus principios. Todos revoloteaban alegremente a su alrededor, encantados con el alpiste que les ofrecía a diario.
Para su adorada alondra blanca, la ración siempre era más generosa. Cualquier cosa le parecía poco para disfrutar de sus trinos en las primeras horas de la mañana. Porque luego, al caer la tarde, su nívea compañera era mucho más escurridiza. Nunca sabía dónde estaba, pero suponía que lejos, ya que llegaba cansada y con pocos ánimos para cantar con ese colorido timbre que tanto le gustaba. Pero claro, así eran las aves, se decía Ramón a sí mismo como método (no siempre eficaz) para justificar el comportamiento de su ave predilecta y, de paso, tratar de controlar su más que incipiente depresión.

Prefería pensar que aquel comportamiento era el propio de una alondra tan especial. Al fin y al cabo, todos los días volvía a bañarse en su piscina privada y nunca renunciaba a picotear ese alpiste tan selecto y abundante que Ramón preparaba para ella.

Una primavera, su alondra empezó a faltar con asiduidad a su cita diaria. Y, cuando llegaba, sus trinos eran secos, amargos... muy poco musicales.
Ramón bebía cada vez más. Creyó que el alcohol se convertiría en su mejor refugio. Pero no lo fue y, poco a poco, empezó a tener alucinaciones.
Su otrora blanquísima alondra iba mudando su plumaje a un tono más oscuro. Un día observó que sus ojos habían cambiado de color y ahora eran amarillos, con un fulgor casi amenazante...
Él dudaba. No sabía si lo que veía (o creía ver) era real o producto del alcohol ingerido. Hasta su jardín había adquirido un extraño tinte azulado. Era bonito, suave, de una belleza idealizada, eso sí, en contraste brutal con el aspecto severo que iba tomando su alondra. Una alondra esquiva que no dejaba de visitar su casa y su parque, si bien ya lo hacía de una manera muy espaciada, casi esporádica.

Una noche, ya casi ahogado en alcohol, con la razón nublada por una memoria entumecida y la imaginación repleta de sonoros y melodiosos trinos, vio llegar a su alondra hasta el jardín. 
La metamorfosis estaba consumada. Su pico ganchudo, propio de una rapaz, le dio miedo, mucho miedo. El ave pasó junto al alpiste despreciándolo, sus ojos amarillos miraban fijamente a Ramón mientras entreabría su poderoso pico de ave depredadora. El pobre Ramón se echó a llorar y la botella de ginebra que tenía en su mano se deslizó entre sus dedos, cayendo al suelo con enorme estrépito, deshaciéndose en mil pedazos.

En ese mismo instante, la alondra cazadora batió sus alas y levantó el vuelo. La carne empapada de alcohol y lágrimas nunca ha sido apetitosa para las rapaces. Ni siquiera para las que, un día, fueron tiernos pajarillos.

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