miércoles, 25 de mayo de 2016

Amapolas en la cuneta

Cuando llega la segunda mitad de mayo, caminos y carreteras empiezan a verse flanqueados por verdes hierbas y explosivas amapolas. Es algo que todos sabemos que sucede, año tras año.
Mi amigo y buen conocedor de los paisajes Javier Barbadillo nos lo explica, con su habitual claridad y precisión, cuando nos habla de la papaver rhoeas (seguro que se llama así, si él lo dice). Al parecer, las amapolas tienen predilección por las tierras removidas y sus semillas son incapaces de germinar si no están próximas a la superficie. Podríamos decir, en consecuencia, que son amantes del terreno revuelto y que sus raíces son poco profundas.

Sin embargo, no hay duda de su belleza. Una belleza silvestre, que se ve acrecentada por el hecho de saber que será efímera, que pronto habrá desaparecido de nuestra vista con la inminente llegada del verano.

Son cosas que también pasan en otros aspectos de la vida.
Un día, de pronto, aparecen amapolas junto al camino (y, por supuesto, en los campos de cereales). Y, casi antes de que te hayas acostumbrado a verlas invadir esos paisajes que parecían dormidos, muertos... ¡zas!, ya se han ido.

Hay quien asegura que si están en las cunetas es porque alguien las arroja a su paso, con la misma despreocupación, tal vez, con la que Dmitrich ('Dimtrich' para Guillermo Brown) tiraba bombas a diestro y siniestro, que viene a ser equivalente a la que otros utilizan para lanzar al suelo fósforos apagados (algo que, por cierto, no se debe hacer nunca, y menos en el campo).

En cualquier caso, las amapolas que vemos por ahí (las de los trigales, también, claro) son muy atractivas. Como dice el conocido poema, son heridas luminosas que encienden por un instante los silencios y las sombras.
Pero no sería raro que fuese, precisamente, esa sombría soledad que se esconde en muchas almas la que provocase el abandono de las amapolas, condenándolas a una libertad que parece contradictoria con la felicidad de la que, por ejemplo, disfrutan las rosas. Porque, siendo cierto que estas otras flores, más distinguidas y apreciadas aunque un tanto banales y arrogantes, se apagan cada tarde en su vanidad, suelen tener mejor destino que las rojas amapolas, a las que su orgullo les viene por otro lado (el que se deriva de saberse libres), ya que su naturaleza fugaz hace que surjan en la aurora de cada caminante para acabar luego, sin remedio, muriendo en una cuneta.
Lo que sí es cierto es que las nacidas en los campos, todavía verdes, de trigo, tienen la suerte de morir antes de que los segadores corten sus esbeltos tallos con hoces o guadañas.

Gracias a ello, las recordamos siempre jóvenes y rojas... iluminando la vida con su belleza.

1 comentario:

Fcº Javier Barbadillo Salgado dijo...

En la cuneta, en los baldíos, en taludes o solares, en tu blog...siempre, hermosas amapolas. Belleza libre y compartida.
Un abrazo Paco.