martes, 26 de abril de 2016

Alta fidelidad

Celia se metió de cabeza en una de esas 'espirales viciosas' (mucho más nocivas que los 'círculos') que llevan, irremisiblemente, al suicidio moral.
Haber emparentado con un botarate de tendencias incontroladas a convertir en propio lo ajeno, una vida sentimental de notable ajetreo y una maternidad prematura habían descontrolado los sólidos parámetros para los que, en principio, había sido programada.
Su atractivo físico y su tendencia a cobijarse en aquellos árboles que proyectaban mejor sombra no habían sido, tampoco, ajenos a la peligrosa 'espiralidad' de su espíritu.

Parecía indiscutible que no estaba preparada para la fidelidad excesiva. Y no hablo de ejercerla, que eso es impensable, sino de recibirla. Puede ser, claro está, que la alta fidelidad (que es a la que me refiero) no sea susceptible de ser apreciada por todos los oídos y que solo alcancen a distinguirla  aquellos que son más finos y sensibles.

Tal vez el hecho de no haber trabajado en el programa de Televisión Española titulado 'Escala en hi-fi' sea una de las causas de su incapacidad. Para el aplauso sí la tuvo, sin embargo, aunque no cabe duda de que eso fue mucho más tarde de que el bueno de Mochi nos amenizase las tardes dominicales de los sesenta con su pegadiza canción.
No, Celia no estaba preparada para la alta fidelidad. Estar tanto tiempo sometida a ella la desconcertaba, no cabe duda. Sobre todo, mientras luchaba contra un parentesco civil fraudulento (en el sentido literal de la palabra) y tramposo (en el sentido establecido por la película de Pedro Lazaga).

Pero es evidente que Celia no es la única persona con dificultad para entender que este concepto puede ir más allá de la música grabada. 
Y esto es algo sorprendente. Se puede entender una reacción negativa ante la baja fidelidad, pero resulta, cuando menos, chocante que se produzcan desórdenes notables del comportamiento con la recepción de una alta fidelidad constante, continuada, cierta y permanente. 
Por más que le damos vueltas, solo se nos ocurre como explicación a esta conducta la desorientación que podría, circunstancialmente, producirse en el entendimiento de quien no la espera y se siente perjudicado (perjudicada, en el caso de Celia) ante un flagrante agravio comparativo con su propia actuación. 

Y de esta manera, Celia se vio abocada a una catástrofe emocional. Hay que entender su caída como un deslizamiento infinito por un inclinado tobogán helicoidal que, valga la redundancia, no termina nunca.
De nada sirve que Juan Erasmo repita su vieja melodía cada tarde de domingo. Celia sigue insistiendo en caer por esa empinada cuesta que la precipita en otro mundo, un mundo en el que, para sobrevivir, es imprescindible echarle la culpa a otro. 
A Albert Hammond, por ejemplo.

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