lunes, 13 de abril de 2015

Las aves del mal

Un pequeño grupo de seguidores de Darwin profundizó en el estudio de la evolución de un tipo de aves de condiciones muy singulares.
Ellos las bautizaron como 'aves del mal', ya que una de sus principales características era la de atacar a otras aves e, incluso, a mamíferos muy desarrollados sin otro fin que causar daño, destruir y, llegado el caso, matar.

Hay que advertir que nada tienen estas aves en común con buitres o córvidos, de tan mala prensa por su fama de carroñeros, pero que solo comen para alimentarse, aprovechando las presas que otros han matado. En realidad estos poco apreciados pájaros (a los buitres cuesta trabajo llamarlos así, porque parece que su gran tamaño exige una denominación más contundente) hacen una labor positiva que no merece los peyorativos comentarios que su aspecto y costumbres suscitan con frecuencia.

Las aves del mal son otra cosa. Su aspecto inofensivo y dulce, así como su plumaje de color canela (con apenas unas minúsculas manchitas oscuras, casi imperceptibles) sugieren todo lo contrario que los negros cuervos o los siniestros buitres (tan aclamados, por otra parte, en los dominios del Archipiélago Negro, en el que sus propios habitantes han adoptado, orgullosos, el apelativo de 'vultures'). Sin embargo, son el único miembro conocido de la diversa variedad zoológica que puebla nuestro planeta capaz de destruir a otros, sin interés por devorar a sus víctimas, a las que, una vez heridas o muertas, abandona para que sean otros quienes lo hagan.

Son depredadores extraños estas aves del mal, que actúan a la luz del día y ni siquiera demuestran fiereza en sus ataques. Matan con una displicencia suave, con cierta dejadez en el gesto... como con una ligera actitud de aburrimiento.
Se mueven en silencio, sin hacer ruido. No cantan, no emiten sonidos y cuando baten sus livianas alas para alejarse del lugar de su repentino y destructivo acceso, lo hacen con las discreción propia de quien prefiere pasar desapercibido ante los ojos ajenos.

Poco consiguieron averiguar esos estudiosos naturalistas sobre las aves del mal. Se cuenta que dejaron sus investigaciones cuando alguno de sus miembros resultó mortalmente atacado por una de esas aves y las dificultades económicas se aliaron con la desesperanza anímica de seguir luchando por un imposible. Hoy ya nadie dedica su tiempo a esta especie, extendida por todas partes, pero siempre esquiva a la observación del mundo, que suele confundirlas con alondras y elaenias.

Tal vez, gracias a este mimetismo congénito, hayan sobrevivido a través de los tiempos, anidando próximas a córvidos y arrendajos, para mejor esconderse de la observación de esos desprevenidos ornitólogos espontáneos entre los que, muchas veces, encuentran a sus víctimas.
Es una lástima que aquel reducido grupo de investigadores no pudiera terminar su trabajo. Quizás, si lo hubieran conseguido, no sería tan imprescindible tomar tantas precauciones para desenvolverse libremente por la vida. Es algo que ya nunca sabremos.

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