viernes, 23 de mayo de 2014

De espaldas

Vivir de espaldas a la realidad es muy frecuente y, desde luego, provoca un buen número de inconvenientes.
Pero hay algo bastante peor que, en los últimos tiempos, se está poniendo de manifiesto en demasiadas ocasiones: vivir de espaldas a la vida.

Yo suelo defender que mirar hacia un horizonte distinto del real no es tan grave, siempre que uno se mantenga relativamente atento a lo que sucede a su alrededor, claro. Y esto se puede hacer con el rabillo del ojo. El rabillo del ojo es muy útil. No solo para estar pendiente de la realidad mientras ponemos nuestra vista en objetivos más altos y lejanos, sino, también, para ver (o intuir) lo que está sucediendo a nuestra espalda y percibir el brillo de las hojas de los cuchillos que nos acechan por la retaguardia.

Ahora bien, está claro que vivir de espaldas a la vida ya es otra cosa.
En primer lugar es una paradoja total que implica, además, ir en contra de uno mismo, de lo que queremos y de lo que sabemos que nos gusta y es bueno. 
Es un comportamiento que parece absurdo y, sin embargo, habitual.
Los estudiosos de la psicología humana nos dicen que suele tener su origen en un sentimiento de orgullo mal entendido, que degenera en una soberbia traumática, utilizada para luchar contra nuestros propios errores, sin aceptarlos ni reconocerlos.

Esta actitud se basa en el principio de que todo mal es causado por alguien ajeno a nosotros y, para ponerla en práctica con eficacia, conviene trasladar la culpa a quien menos la tiene. A ser posible, a alguien que merece nuestra gratitud, ya que, así (de paso) nos ahorraremos el esfuerzo de estarle agradecidos.
Lo malo es que, al actuar de esta manera, nos encerramos en la jaula de unos prejuicios sumarísimos que nos condenan a una vida insulsa y no deseada. O sea, que hacemos una solemne tontería, en la que los principales perjudicados somos nosotros mismos.

Nuestro dolor se amortigua con el cloroformo de la soberbia que inyectamos cada mañana en nuestras venas, mientras nos vestimos para ir al trabajo (algo parecido a lo que hacía Angie Dickinson en la prelícula de Brian De Palma). Por las noches ya es otra cosa, naturalmente. Se suele necesitar un potente somnífero borrasueños que, a la larga, sale carísimo. Y no solo porque ya no esté en las listas de la Seguridad Social, sino por haber hipotecado nuestro futuro para, tarde o temprano, acabar desahuciados.

No es bueno, no, dar la espalda a nuestro otro yo, al verdadero, al que queríamos ser. De nada sirve mantener la apariencia exterior, como si nada hubiese cambiado, cuando ya todo es diferente por dentro. 
Nosotros sabemos bien que nos hemos quedado indefensos, perdidos... desnudos. 

viernes, 16 de mayo de 2014

Abrazos y gritos

A veces, las personas que te quieren te abrazan.
En otras ocasiones, no. Y, también, puede suceder que te abracen quienes no te quieren. 
Lo que pasa es que los que no te quieren, tarde o temprano, dejan de abrazarte. Esto es algo que siempre acaba sucediendo.
Así que el tema de los abrazos no llega a quedar claro del todo.

Hay quien necesita abrazos como alimento para el ánimo y, otros, los precisan para sostener sus sentimientos. Tampoco es extraño que se requieran abrazos como método de manutención de facultades inmateriales e, incluso, de prácticas y costumbres.

Y, luego, están los gritos.
Gritos de terror, de angustia, de miedo... pero también de felicidad, claro. A mí los que más me molestan son los gritos de los malditos, como le pasaba a don Juan Tenorio cuando escribía cartas. Este tipo de gritos lo define muy bien Mala Estrella en su famosa oda "Antonio Pirala" y, desde luego, son muy desagradables.

El problema surge cuando los abrazos son tan falsos que te acaban haciendo llorar. Hay quien llora a gritos, con escándalo, pero el llanto más doloroso es el que surge en silencio, cuando tienes por única compañía a tu propia soledad.
En ocasiones, es un llanto cuyo origen son aquellos múltiples abrazos que no tenían un pecho detrás. Son abrazos que se dan con las extremidades superiores, pero que nunca dejan ver lo que hay en el fondo, porque, en realidad, no suele haber nada.
Infinitos brazos te aprietan con ardor y entusiasmo fingidos, transmitiendo un calor de microondas, tan artificial como efímero. Por eso es importante que, tras los brazos que te rodean con aparente euforia, exista un corazón bombeando sangre a las arterias y no un frigorífico automatizado que suministra granizado de limón (la horchata no siempre sirve como carburante) a esos conductos de plástico que, en la anatomía de determinados personajes, sustituyen a las venas.

Son muchos los gritos ahogados en la oscuridad de la noche que nacieron en abrazos robotizados de quien nunca quiso a nadie más que a su propio yo. A un ego, eso sí, blanqueado con esmero, para que esconda mejor el sepulcro de sus sentimientos y no deje ver ese epitafio que reza: "No hay más muerte que el olvido", cincelado en la fría losa de mármol bajo la que yacen para siempre sus emociones.

Es probable que por esta razón haya tanta gente que no es partidaria de prodigar abrazos. Seguramente conocen el riesgo de una práctica que se ha generalizado en exceso... como también ocurre con los besos, por ejemplo (si bien es cierto que, desde los tiempos de Judas, la humanidad es algo más consciente de sus riesgos).

Besos, sonrisas, abrazos y otras muestras de cariño están hoy bajo sospecha, como lo están las caídas en el área de un delantero ante la entrada de un contrario. Y, al igual que ocurre con los árbitros, hay que reconocer la dificultad de juzgarlos en la intensidad del partido de la vida, en pleno estadio. Después, cuando, con la perspectiva del tiempo, estamos en disposición de utilizar nuestra moviola mental, tenemos la posibilidad de repasar las jugadas con más detalle y mejor perspectiva que en el propio terreno de juego.
Sin embargo, la experiencia nos dice que, aun así, puede seguir siendo difícil llegar a una conclusión objetiva acerca de la naturaleza de los abrazos recibidos...


Abrazo, gritos... y, casi siempre, tristeza.

viernes, 9 de mayo de 2014

El amor como instrumento

Para unos, el amor es un sentimiento. Para otros, un mero instrumento.
Dos palabras muy diferentes en su significado, pero que, de oído, pueden resultar parecidas. Tal vez sea por esta similitud sonora por lo que algunas personas las confunden con tanta facilidad...

Aunque tampoco faltan los que distinguen perfectamente una de otra y, sin equivocarse lo más mínimo, actúan con profesionalidad y eficacia, manejando las emociones ajenas como lo que para ellos son: un producto de consumo.

La instrumentalización del amor es antigua como el mundo y, a lo largo de la historia, son infinitos los casos en los que, mientras uno amaba, el otro se dedicaba a ejercer sus derechos como consumidor, con la misma naturalidad de quien se toma una Coca-Cola.
Y esto es algo que hoy sigue manteniendo intacta su vigencia.

Pese a todo, es de justicia reconocer que el amor es un instrumento utilísimo. Lubricado con las emociones de quien nos quiere, su maquinaria funciona con la precisión de un reloj suizo cuando se trata de conseguir lo que queremos de esa persona. Y, siguiendo con el ejemplo del reloj, tiene la ventaja de que podemos hacerlo por el tiempo exacto que lo necesitemos. Ni un segundo más.

Ninguna "it lady" (las "it girls" están ya muy vistas) pongamos por caso, desperdiciaría un instante que fuese más allá de lo estrictamente imprescindible en prolongar la vida de un instrumento afectivo que ya hubiese terminado su vida útil. Por supuesto, debemos entender por "vida útil" el período durante el cual el amor consumido está cubriendo un objetivo concreto, ya sea dicho propósito de una u otra índole.

Puede que tenga razón quien afirma que el amor como sentimiento cada vez tiene menos cabida en esta sociedad consumista y de remarcada tendencia hacia lo banal, en la que está bien arraigada la costumbre de instrumentalizar casi todo... desde la justicia hasta la propia lealtad y, desde luego, valores más abstractos, como el honor.
Sin embargo, resulta dramático observar cómo unos entregan su sangre y otros se la beben como si fuera un refresco de zarzaparrilla.

No es necesario ser una reencarnación de Mrs Bathurst, Elinor Glyn o Clara Bow para dominar, con virtuosismo, ese intangible instrumento, aunque, si lo eres, mejor. Lo que sí es imprescindible es tener el arrojo y la frialdad precisas para no desafinar ni una sola nota en tu sinfonía (muy especialmente, cuando el movimiento es un adagio).
Y, lo más importante de todo: tener a alguien que te ame y sirva para tus fines.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Inercia cerebral

La inercia es una propiedad que tienen todos los cuerpos. Una propiedad que provoca su bien conocida tendencia a mantener su estado de reposo o movimiento.

Según nos dice la física, la inercia puede ser mecánica y, también, térmica. En este segundo caso, la inercia se traduce en una determinada resistencia a modificar su temperatura.

De lo que no habla la física (y es normal que no lo haga, pues no es de su incumbencia) es de la inercia cerebral.
Este tipo de inercia es, normalmente, mucho más poderosa porque el tensor de inercia que debemos utilizar para calcularla de forma correcta es muy superior al de la física. Además, su resultado práctico viene condicionado por una fórmula metafísica, en la que la constante fundamental (P), por la que hay que multiplicar las otras magnitudes que influyen en el grado de resistencia al cambio, es equivalente al cuadrado de los prejuicios del individuo en cuestión.

La inercia del cerebro es tremenda. Pocas fuerzas de la naturaleza son tan potentes y, a su vez, tan nocivas para el ser humano.
Cuando la temperatura es alta y la masa cerebral reducida, sus efectos son muy dañinos. Y si entran en juego ciertos intereses personales que suelen ofuscar la razón (distanciándola de lo verdaderamente importante y acercándola, en consecuencia, a lo superfluo y pasajero) el efecto final puede ser catastrófico, porque la fuerza necesaria para modificar la inercia cerebral tendría que ser de una potencia descomunal.

Y, claro está, la cantidad de energía que se precisa para generar una fuerza anímica de tal intensidad suele superar a la acumulada por quienes tratan de conseguirlo.

La inercia mental (también se llama de esta forma) produce tristeza y desencanto a los que la observan desde fuera. Y como su resistencia al cambio es inversamente proporcional al sentido común y al buen juicio, nada bueno suele resultar de sus consecuencias.

Yo he visto a personas con la mente tan paralizada por los prejuicios que se encuentran, materialmente, impedidas para poner en marcha su cerebro y razonar hasta comprender que las cosas no son como las construye la superstición o la ignorancia, sino como la lógica y el conocimiento de la realidad determinan.
Pero también he visto lo contrario: mentes aceleradas por la ira, el odio y la soberbia, imparables, en su oscura y desenfrenada carrera, hasta por la más clara y meridiana luz de la razón.

Unas y otras son buenos ejemplos (buenos como lo que son, ejemplos, pero malos en sí mismos, desde luego) de los efectos de la inercia cerebral. Una inercia metafísica que hay que romper si queremos movernos mental y emocionalmente dentro de la dimensión de la sensatez y, en último término, de lo que es mejor para nosotros mismos y para quienes nos rodean.

martes, 6 de mayo de 2014

Tormentas prohibidas

Antes había tormentas en Madrid en el mes de mayo. Ahora están terminantemente prohibidas por una ordenanza municipal que castiga con severas multas a los parques que las acojan y, muy en especial, a los bancos que resulten mojados por ellas.

El motivo con el que los mandatarios de la corporación madrileña justificaron su tajante decisión era el de evitar cualquier riesgo de que se repitiesen las excepcionales circunstancias que, en su momento, cuestionaron la eficacia de otra disposición previa, reducida a madera mojada por culpa de una rebelde y repentina tormenta de mayo.

Los bancos de los parques vienen siendo, desde entonces, objeto de una estricta vigilancia, ya que (en contra de lo que defienden los meteorólogos) el consistorio los consideró últimos responsables de las tormentas madrileñas del mes de mayo y, en particular, de las que se producen entre los dos tradicionales puentes de la primera quincena del mes.

La norma fue aprobada en el pleno celebrado el seis de mayo de 2006, tras el que un portavoz acreditado aseguró que no volverían a producirse hechos como los acaecidos en la capital el día anterior y garantizó que se tomarían las oportunas medidas para que todos los bancos madrileños permanecieran secos durante el quinto mes del año.

Pese a todo, la ordenanza no sirvió para evitar lo inevitable. Y tampoco se cumplió el decreto de seis de septiembre de 2004, porque, como bien dijo Montesquieu, las leyes no pueden ir contra la naturaleza.
Pero como Montesquieu no tiene muchos seguidores en nuestros días, hay demasiada gente que impone normas antinaturales. Se las imponen a otros y hasta a ellos mismos, lo que resulta aún más absurdo.

Cierto es que la lucha contra la naturaleza es antigua como el hombre. Y, en un buen número de casos, se trata de una disputa beneficiosa para la humanidad, que nos ha traído mejoras y comodidades indiscutibles en nuestra vida cotidiana. Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones, quien se obceca con tozudez en ella nada tiene que ganar.
Hay personas, por ejemplo, que luchan, con determinación, contra la ley de la gravedad (un combate trivial e intrascendente, cuando no se cae en el patetismo, claro), pero luchar contra lo que, estando vivo en nuestro interior, es natural y bueno, es un empecinamiento más propio de Juan Martín Díez que de alguien que presume de ser adalid de la paz y la justicia.


Siguen pasando los años y a mí no dejan de gustarme las tormentas de mayo. A pesar de que lleven tanto tiempo prohibidas.

lunes, 5 de mayo de 2014

Muerte en el Sena

Hace poco he visto publicada una bonita fotografía que me ha recordado un suceso acaecido en París hace algunos años.
Fue un episodio luctuoso... y tan triste que mantuvo consternada a toda la villa del Sena durante mucho tiempo.

Él, como el personaje de la fotografía, estaba recostado en el borde del muelle de piedra que ayuda a canalizar el río a su paso por el centro de la ciudad. Sus piernas cruzadas eran una señal evidente de un ánimo confiado y tranquilo. Ella, sentada sobre la piedra y con los pies colgando sobre el agua, tenía la mirada perdida en un punto lejano del río. En la distancia veía un velero azul que se alejaba. Apenas se dio cuenta de que él se había quedado dormido con la cabeza apoyada sobre su regazo.

Un instante antes, él había confundido la brisa que acariciaba su rostro con la producida por un imaginario ventilador que giraba sobre su cabeza, sujeto a un techo inexistente. Acto seguido se durmió. Soñó con veintiocho versos inacabados de un poeta andaluz y con un país sudamericano de grandes y calurosas avenidas, que siempre estaban bajo el intenso poder del sol.

Verdaderamente, parecía una mañana de primavera. Sin embargo, era una siniestra tarde de septiembre o, tal vez, un extraño y soleado día de invierno. De uno de esos inviernos que, una vez que empiezan, ya no terminan nunca.

Ella siguió con la mirada perdida en el infinito mientras él comenzó a respirar acompasadamente, vagando por el universo de los sueños. En ese preciso momento, el brazo de ella rodeó su cuello con suavidad, con enorme y apacible suavidad.
Poco a poco, esa delicadeza inicial se fue convirtiendo en una lenta, constante y creciente opresión...
Solo fueron necesarios unos pocos minutos. Él no fue capaz de reaccionar. Puede que ni siquiera llegase a despertar. El aire dejó de entrar en sus pulmones y la muerte le sobrevino con dulzura, mientras navegaba entre poemas y avenidas.

La escena quedó congelada durante un buen rato. Nadie sabe, exactamente, cuánto. Las pocas personas que se cruzaron con ellos no vieron más que una romántica pareja a orillas del Sena.
En algún momento, ella lo empujó, de nuevo con una gran suavidad, y el cuerpo inerte cayó al agua.
Ella se levantó despacio, se arregló la falda, recogió su bolso y su chaqueta y comenzó a andar, lentamente, en dirección al puente de Alma.

Nadie volvió a verla nunca más.