viernes, 16 de mayo de 2014

Abrazos y gritos

A veces, las personas que te quieren te abrazan.
En otras ocasiones, no. Y, también, puede suceder que te abracen quienes no te quieren. 
Lo que pasa es que los que no te quieren, tarde o temprano, dejan de abrazarte. Esto es algo que siempre acaba sucediendo.
Así que el tema de los abrazos no llega a quedar claro del todo.

Hay quien necesita abrazos como alimento para el ánimo y, otros, los precisan para sostener sus sentimientos. Tampoco es extraño que se requieran abrazos como método de manutención de facultades inmateriales e, incluso, de prácticas y costumbres.

Y, luego, están los gritos.
Gritos de terror, de angustia, de miedo... pero también de felicidad, claro. A mí los que más me molestan son los gritos de los malditos, como le pasaba a don Juan Tenorio cuando escribía cartas. Este tipo de gritos lo define muy bien Mala Estrella en su famosa oda "Antonio Pirala" y, desde luego, son muy desagradables.

El problema surge cuando los abrazos son tan falsos que te acaban haciendo llorar. Hay quien llora a gritos, con escándalo, pero el llanto más doloroso es el que surge en silencio, cuando tienes por única compañía a tu propia soledad.
En ocasiones, es un llanto cuyo origen son aquellos múltiples abrazos que no tenían un pecho detrás. Son abrazos que se dan con las extremidades superiores, pero que nunca dejan ver lo que hay en el fondo, porque, en realidad, no suele haber nada.
Infinitos brazos te aprietan con ardor y entusiasmo fingidos, transmitiendo un calor de microondas, tan artificial como efímero. Por eso es importante que, tras los brazos que te rodean con aparente euforia, exista un corazón bombeando sangre a las arterias y no un frigorífico automatizado que suministra granizado de limón (la horchata no siempre sirve como carburante) a esos conductos de plástico que, en la anatomía de determinados personajes, sustituyen a las venas.

Son muchos los gritos ahogados en la oscuridad de la noche que nacieron en abrazos robotizados de quien nunca quiso a nadie más que a su propio yo. A un ego, eso sí, blanqueado con esmero, para que esconda mejor el sepulcro de sus sentimientos y no deje ver ese epitafio que reza: "No hay más muerte que el olvido", cincelado en la fría losa de mármol bajo la que yacen para siempre sus emociones.

Es probable que por esta razón haya tanta gente que no es partidaria de prodigar abrazos. Seguramente conocen el riesgo de una práctica que se ha generalizado en exceso... como también ocurre con los besos, por ejemplo (si bien es cierto que, desde los tiempos de Judas, la humanidad es algo más consciente de sus riesgos).

Besos, sonrisas, abrazos y otras muestras de cariño están hoy bajo sospecha, como lo están las caídas en el área de un delantero ante la entrada de un contrario. Y, al igual que ocurre con los árbitros, hay que reconocer la dificultad de juzgarlos en la intensidad del partido de la vida, en pleno estadio. Después, cuando, con la perspectiva del tiempo, estamos en disposición de utilizar nuestra moviola mental, tenemos la posibilidad de repasar las jugadas con más detalle y mejor perspectiva que en el propio terreno de juego.
Sin embargo, la experiencia nos dice que, aun así, puede seguir siendo difícil llegar a una conclusión objetiva acerca de la naturaleza de los abrazos recibidos...


Abrazo, gritos... y, casi siempre, tristeza.

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