miércoles, 3 de julio de 2013

Guerra y paz

Paz Guerra no era una mujer normal. La inoportuna ocurrencia de sus padres había condicionado su vida. O, tal vez, no. Puede que sus genes ya estuviesen predispuestos a que su todo en ella fuese contradictorio.
Claro que también es posible que el hecho de haber nacido bajo el signo zodiacal de la dualidad tuviera su influencia. Pero, en cualquier caso, era evidente que su personalidad distaba mucho de poder ser considerada como normal.
Ya desde su más tierna infancia llamaba la atención su inusual comportamiento. Los lunes, miércoles y viernes era una niña buena, obediente,  respetuosa...
Sin embargo, los martes, jueves y sábados era malísima. Verdaderamente insoportable, según aseguraban sus padres. Y los domingos, dependía de que fuesen pares o impares. Estos últimos correspondían a su lado bondadoso y educado, mientras que aquellos eran siempre propicios a la desobediencia, la falta de orden y la rebeldía sin causa.

Fue al colegio de las Damas Verdes, un afamado centro de estudios primarios y secundarios, conocido en todo el país por ese estilo... digamos peculiar que exhibían sus alumnas al incorporarse al mundo de los adultos, una vez terminado el bachillerato. Las pobres monjas no sabían cómo reaccionar ante lo insólito de su caso. Cada año obtenía calificación de sobresaliente en la mitad de las asignaturas, y suspendía en todas las demás. Alternando, por supuesto, letras y ciencias en los resultados de cada curso. Finalmente (no sin largas discusiones entre el profesorado) se decidió que la solución menos comprometida era sacar la media de sus notas, así que la madre directora firmó su aprobado y se quitó de encima un problema que amenazaba, seriamente, la ya de por sí muy dudosa reputación del colegio.

Paz fue a la universidad, donde estudió ciencias políticas y económicas (los meses con erre, políticas, y los que carecían de ella, económicas). Allí destacó por sus habilidades académicas y, aún más, por otras no tan académicas. Pero destacó.
Encontró trabajo pronto. Y, desde luego, supo ganarse bien la vida... un día de una manera, otro de una forma bien diferente, eso sí.
Se casó con gran boato, pero su radiante vestido blanco de raso, con velo de tul ilusión, no evitó el gran borrón negro de su matrimonio. Contestó "sí" frente al altar, pero, en realidad, quería decir "no". Puede que este fuera su momento de mayor normalidad.

Y a partir de ahí, ya no dejó de honrar la paradoja de su nombre y su apellido. Tuvo como norma hacer la paz con quien debía combatir y viceversa. Luchó contra los que la querían y ayudaban, mientras que defendió y protegió a sus adversarios. Traicionó a los amigos y benefició a los enemigos, declaró la guerra sin tregua ni cuartel a sus aliados al tiempo que firmaba capitulaciones voluntarias y armisticios ominosos con quienes más daño la habían causado.
Por fin, se entregó en cuerpo y alma a los que detestaba, con quienes había urdido planes diabólicos y, ¡cómo no!, contradictorios para causar un daño irreparable a los que amaba.

Pese a todo, algunos mantienen que Paz Guerra no fue responsable de sus actos. Dicen que sucumbió a la alopecia galopante de un destino vulgar y un tanto facineroso del que no supo desprenderse a tiempo. Un destino que, como diría Tolstoi, convirtió, de improviso, en algo inevitable lo que parecía imposible.

Estaba claro que Paz Guerra no era una mujer normal.

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