lunes, 16 de enero de 2012

El abrigo roto

Hacía frío. El abrigo estaba allí, inmóvil ante su mirada, retándola desde el escaparate. ¿Por qué no decidirse?
Comprar algo que nos desafía, protegido por la vitrina de una tienda cara, siempre tiene algo de alunizaje. El cristal es una barrera que sirve tanto para incentivar nuestro deseo como para frenarlo.
Ella pasó de largo, mirando de soslayo aquella tentación a su creciente vanidad. Presumía de no ser caprichosa, pero la verdad era que sus caprichos eran de otra índole mucho más dañina. Sin embargo, aquel abrigo tenía algo de provocativo en su elegante sencillez clásica. No había que descartar que, años más tarde, podría servir para un par de cosas relacionadas entre sí, aunque, aparentemente, inconexas.

Pronto sería solo una pieza más de un fondo de armario que exigía ya prendas más vanguardistas, muy a su pesar, eso sí. Aquellos dos chicos de los suburbios de Nápoles a los que aludía la alegoría de la incómoda canción de Peter Sarstedt, ésa que no dejaba de resonar en una cabeza tan desobediente para los sentimientos como organizada para los intereses económico-emocionales, se empeñaban en recordar que la lana no calienta los corazones, por muy de alpaca que sea.

Claro que no es ninguna novedad que enero sea un mes frío. Más en Madrid, por ejemplo, que a orillas del Nilo, desde luego. Enero es un mes en el que se pueden hacer muchas cosas, buenas y malas. Yo prefiero recordar las buenas, porque las malas ya se encargan de tenerlas presentes quienes acumulan odio para utilizarlo como combustible en los días más gélidos del invierno. Y es que es una pena que Madrid sea tan frío en enero. Sobre todo cuando hay que hacer la vida en la calle. No hay escaparate, por muy luminoso que sea, que pueda calentar algunas almas.

Olvidado el molesto Sarstedt, todo se vuelve más amable, más templado... más anodino, desde la bien ganada seguridad, que tanto costó obtener sobre una larga nómina de cadáveres testarudos. "Despedida", ponía en aquel lejanísimo diario, pero es difícil saber quién y de qué se despedía. ¡Había tantas cosas de las que despedirse! probablemente era el último adiós (o penúltimo) para alguno de esos desgraciados que se empeñan en no aceptar que el progreso se construye sobre el olvido. Uno de esos tontos que creen que es mejor ser felices con futuro incierto que fracasados con pasado feliz.
Y es que cuesta mucho salir adelante en este mundo tan competitivo. Un mundo en el que la norma principal es decir digo donde dijeron diego. No es culpa del que lo hace, sino del que no lo comprende, a ver si nos enteramos de una vez. ¿Es que no nos damos cuenta de que las circunstancias cambian? Pues eso, que ya lo dijo Ortega: ella es ella y su circunstancia. Bueno, si no dijo exactamente esto seguro que fue algo parecido, que uno no puede acordarse de todo...

Esta mañana quiso ponerse, de nuevo, el abrigo. Pero tenía un enorme agujero a la altura del corazón. Las polillas habían hecho su trabajo por el lado más débil.
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1 comentario:

Samael dijo...

Todos guardamos algún abrigo roto en nuestros armarios. Pero lo mantenemos ahí porque es imposible deshacernos de él, para empezar poqrue nosotros mismos queremos conservarlo.
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