jueves, 8 de diciembre de 2011

Jinetes en el cielo

Fue ya hace muchos años, muchos, cuando Elder Barber, "la voz de oro de la radio", cantaba esta canción. Ya sé que nadie recuerda a Elder Barber. Pero esto no hace más que reforzar la indiscutible realidad de la fragilidad de la memoria.
Aquellos jinetes cabalgaban con frecuencia por las ondas, detrás de una manada a la que estaban condenados a conducir a lo largo de toda la eternidad. La dulce voz de Barber apenas era capaz de suavizar la inquietante sensación que su terrible castigo producía a quienes escuchaban, más o menos atentos, al otro lado del receptor.

Pasó el tiempo y el destino quiso que una nueva maldición celeste acogiera a otro jinete renegado. Tal vez fuera medio siglo el tiempo transcurrido, aunque eso carece de importancia. Lo que sí la tiene es que su morada celeste recordaba mucho a las estancias del purgatorio y acabó pareciéndose a los suelos de mármol del infierno.
El té floreció por primera vez en los comienzos de diciembre y, dos días más tarde, se convirtió en una visión fantasmagórica, muy próxima a la alucinación que sufriera el lejano y solitario jinete cuando, en mitad de aquella noche oscura de terrible tempestad, viera cuernos negros con brillo de metal...
Sí, tenían brillo de metal. De vil metal, sin duda.

Pronto, el océano se interpuso entre sus sueños. Sueños fatuos que solo sirvieron para profundizar en su desgarrada fantasía, tan apartada de la verdad. Porque este jinete confundió su delirio con un torrente que remontaba las cumbres de la iniquidad, invirtiendo el curso de una corriente helada que se precipitaba desde el futuro hacia el vacío.
Todo estaba calculado. Todo estaba atado y bien atado. Pero aquel vaquero de cabeza dura se empeñaba en sus reflejos celestiales. Hubo que engañarle una vez más. No quedó más remedio.

Es cierto que los ojos de esas bestias eran brasas al mirar... que los cascos de sus patas centelleaban al pisar...

La única solución era una apuesta doble al 7 y al 9. Una jugada maestra, escondida tras unas pocas hojas de té y realizada con fichas robadas al viejo crupier. Eran unas fichas muy gastadas, desde luego, pero servirían para mantener la esperanza sobre aquel tapete de color azul pálido, tan nuevo como ajado por el roce de una mirada que desgastaba las almas y embalsamaba corazones.
Primero se apostaba todo al 7. Luego, sin retirar de la mesa de metacrilato las ganancias, se doblaba la apuesta, echando el resto al 9. Era infalible, claro está.

Nadie escuchó esta vez a Elder Barber. Pavarotti y Leonard Cohen habían usurpado su puesto. Fue un año como éste. Idéntico a éste. El lunes siguiente, él creyó escuchar una voz que se enredaba entre la lámpara y el techo, una voz dulce y melodiosa, como la que la radio le regalaba en los tiempos de su infancia: Detrás de la manada, cabalgando sin cesar... jinetes celestiales la trataban de alcanzar...
Solo era su imaginación. La realidad era bien distinta. Un avión trazaría, poco después, esa celeste ruta por la que las almas condenadas de tantos crédulos jinetes deberían galopar eternamente, sin poder ya recuperar la paz ni alcanzar el descanso.

Eran jinetes en el cielo. Y aquel vaquero los vio.
    

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