viernes, 21 de octubre de 2011

El jardín de las tinieblas

Dicen que hubo un jardín regado por un río que se abría en cuatro brazos, en el que abundaba el oro bueno y los árboles florecían desde la tierra de Javilá hasta la de Asur. Allí el hombre desconocía la diferencia entre el bien y el mal y apenas sabía distinguir el ónix del bedelio.
La vida era eterna y fácil alrededor de los dos árboles centrales, uno de ellos, por cierto, casi olvidado por quienes solo recuerdan la fruta del otro. Una fruta cuya ciencia nos intoxica lentamente con un veneno llamado vida que, sin remedio, nos lleva a la muerte.

Yo conocí ese jardín. Yo me bañé en el Pisón y también en el Gihón. Sus aguas eran dulces y cálidas, aunque no siempre estaban en calma. El té silvestre crecía por doquier y sus flores blancas inundaban el jardín y los sueños. Nadie prestaba atención a aquella serpiente que se retorcía entre las plantas, celosa de la felicidad que ella nunca pudo conseguir.

Pasaron tantos años que el tiempo parecía haberse detenido sobre el jardín.
Nadie sabe, a ciencia cierta, cuántos fueron. Ni tampoco por qué solo se custodió el lado por el que sale el sol y se dejó sin protección el otro. Puede que fuera porque al oeste del jardín había un inmenso desierto, aún más disuasorio para el hombre que un ejército de querubines armados con espadas, por muy flamígeras o zigzagueantes que éstas fueran.

El caso es que acabé viviendo en ese desierto. Un desierto amargo e infinito en el que la mentira se extendió por todas partes, compitiendo con los granos de una arena que cegaba ojos y conciencias. Un desierto frío y nocturno del que era imposible escapar. Quise volver a la tierra de Cus, pero ya no estaba allí. Los ríos de la vida habían cambiado su curso y la historia de aquel jardín se confundió con la de la futura Babilonia. O, tal vez, con la de la legendaria Nínive, a orillas del Tigris...


Hoy, tantos siglos después, el jardín es un paisaje tenebroso en el que reinan la confusión, la tristeza y la duda. Casi todos sus árboles están secos y las flores del té parecen mariposas petrificadas, cubiertas de prejuicios y de falsos testimonios que revuelven la verdad con la codicia.
En su sempiterna noche, una leve silueta se percibe entre los fantasmas de sus bosques ennegrecidos por el olvido y el resentimiento de una memoria de lignito, que prefiere la ignorancia a la felicidad, sepultando el perdón en la tumba del odio contagiado. Y allí, en lo más profundo de la tierra quemada, surcada por el rastro de la vieja serpiente, sigue en pie el otro árbol olvidado por los libros y los predicadores, aquél capaz de devolver la vida a los que mordieron la fruta prohibida. Ésa que llevaba por nombre "Sueños" y por apellido "Libertad".

1 comentario:

Samael dijo...

Es terrible y sin embargo parece algo realmente hermoso. Muy bueno.

TiTo dixit