miércoles, 15 de diciembre de 2010

Silencio a voces

Algunos silencios son ensordecedores.
Otros son menos ruidosos, pero igual de explícitos. Normalmente, los silencios son muy reveladores y suelen decir más cosas que esas palabras huecas que, con frecuencia, se derrochan.
Y es que hay quien calla queriendo hablar y quien habla sin decir nada. Estos últimos son los que más valdría que se estuviesen calladitos, ya que, aunque no estén más guapos, sí parecen menos tontos. Pero, sin embargo, los primeros son interesantes y dignos de análisis.

Hasta en publicidad los silencios son elocuentes. El caso de Zara es, con gran probabilidad, uno de los más notables. Pero no se trata de poner en tela de juicio el valor de la publicidad, que bastante tiene la pobre encima, en los tiempos que corren, como para que vayamos a cuestionarla ahora. Nada de eso.
Hablo, más bien, de otros silencios: los silencios fingidos.
Los hay de varios tipos. Hay, por ejemplo, quien calla por no hablar. Éste es, sin duda, un silencio fingido, aunque suele estar justificado, claro.
También está el célebre silencio de los corderos, muy cinematográfico él, y que, sin necesidad de recurrir a caníbal alguno, está muy generalizado entre lo que antes se llamaba la mayoría silenciosa.
El de quien calla otorga es, asimismo, común y, a veces, asimilable al silencio administrativo, que también dice lo suyo.
A mí me duele especialmente el cruel silencio de quien miente por omisión. El de quien, embriagado de orgullo quizás, prefiere callar la verdad que está deseando decir, pero no está dispuesto a admitir. Una gran paradoja, muy frecuente en las relaciones personales. Es un silencio a voces, desde luego, pero hace mucho daño. Sobre todo, cuando el que lo ejerce está en posición de dominio sobre el que lo sufre. Abuso de silencio, lo llamaría yo.

Este silencio, excesivo e injusto, podría compararse a los gritos desconsiderados de quien abusa de su poder con alguien que se encuentra en posición de inferioridad. Muy lamentable y perverso, pero difícil de erradicar, porque se refugia en su aparente discreción, alejada de los malos modos convencionales. Aquí es frecuente confundir al abusador con el que sufre el abuso, ya que aquél, dominador de la situación, se aprovecha de su ventaja para simular templanza, mientras que quien lo soporta corre el riesgo de perder los nervios. Pasa como en el fútbol: muchas veces la tarjeta amarilla se la lleva el que protesta y no el que le dio la patada.

Mi amigo Pablo cuenta que Ingrid le vendió por un plato de lentejas doradas (no confundir con las lentejuelas, pese a su obvio y rutilante parecido). Superado el proceso de venta, que evitó la quiebra de Ingrid, Pablo esperó pacientemente una palabra de ella que devolviera la verdad a su lugar de origen, pero la ley del silencio impuesta por el tenedor de los sentimientos pignorados por Ingrid la mantuvo muda eternamente.
Aunque Pablo insiste en la teoría del fideicomiso, yo mantengo la del orgullo, como Bécquer en su rima número treinta. Sea por lo que sea, lo único indiscutible es que él, clavado a su cruz, no puede elevar su voz más que al cielo. Y, si éste no le oye cuando clama a él, le pasará lo que al Tenorio: que pedirá responsabilidades a quien no le escuchó.
Un caso más que se enconó por el silencio. Por un silencio a voces que todos saben lo que quiere decir. Aunque Ingrid, con su hacienda en vías de recuperación y su espíritu entregado al mejor postor, se empeñe (y nunca mejor dicho) en mantenerlo.

¿El precio? El que tantos pagan por callar lo que están deseando decir: su vida.

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