viernes, 3 de diciembre de 2010

Esclavos del arte

Hay muchos tipos de esclavitud. Los más tenebrosos ya están, afortunadamente, casi erradicados, pero quedan más... sórdidos unos, gloriosos otros.
Entre estos últimos, hay uno en el que no solemos reparar, porque no es habitual tomarlo como tal, sino, más bien, como virtud. Sobre todo entre quienes nos empeñamos en dar a la estética más valor del que merece.

Los amantes del arte celebran su inutilidad. Su inutilidad relativa, claro está, porque sirve para alimentar el espíritu, aunque es verdad que los metabolismos espirituales son de muy diversa índole y lo que nutre a algunos, resulta ineficaz para otros.
En la vida real, la de diario, la belleza estética suele ser irrelevante. Y, en algunos casos, contraproducente. Esto es bien evidente en el mundo de los negocios. Los liberados de estos prejuicios estéticos (que no suelen ser liberados, sino insensibles a ellos) tienen muchas más posibilidades de triunfar que los incapaces de asumir la fealdad hasta sus consecuencias finales.
Algo parecido ocurre con quienes están libres de los condicionantes éticos (también existe la variante de aquellos que modelan la ética según su conveniencia), puesto que, tanto unos como otros, limitan mucho la capacidad de actuación.
Arte y ética son lujos que se pagan caros a corto plazo, pero, bien es cierto, que quienes disfrutan de sus placeres (o angustias, que también las producen) no renuncian a ellos por nada del mundo.

La publicidad es un buen ejemplo. No el mejor de todos, pero es un ejemplo. No en vano se creó el cargo de director de arte en los departamentos creativos de las agencias. La publicidad nació muy vinculada al arte y, por suerte, nunca ha perdido esa conexión, tan importante en nuestra actividad profesional. Claro está que una buena dirección de arte ayuda en la eficacia de transmisión del mensaje, pero también lo engrandece, lo redimensiona, elevándolo a un nivel estético superior, al que contribuyen, considerablemente, valores fundamentales, como los derivados de la calidad del texto y otros accesorios, como los de producción.
Esta bendita esclavitud, asumida a conciencia por los profesionales de la creatividad publicitaria, impide que los señores del lado oscuro de la comunicación comercial impongan su ley, abocando a nuestra sufrida industria a la vulgaridad más absoluta.

Los esclavos del arte y de la belleza sufren de lo lindo en un país como el nuestro, en el que la estética suele brillar por su ausencia en la vida cotidiana. Pasear por las calles, entrar en un bar o ver la televisión suelen ser experiencias poco gratificantes para ellos.
Son cadenas, sí, pero liberadoras de otras penurias anímicas, viles y prosaicas, que no permiten la elevación del espíritu. Aunque los espíritus (que no los fantasmas) no estén de moda en los tiempos que corren.

La gran mayoría, esa que ha surgido de no-se-sabe-dónde en unos cuantos años... esa que llena a reventar los centros comerciales de la periferia los sábados por la tarde, permanece inmune a los devastadores efectos de la esclavitud del arte. Y, gracias a su vacuna genética universal, está libre de un sufrimiento que, unido a la insustancialidad de sus vidas, haría de ellas un desierto átono y monocorde que difícilmente serían capaces de atravesar.
Al otro lado, los utópicos esclavos de la belleza artística, siguen gritando, en su fuero interno, un muy particular "¡Vivan las caenas!" que no es incompatible, por una vez, con el "¡Viva la Pepa!" que muchos de ellos llevan en la sangre.

Y es que las cadenas del arte son de las que se sufren con orgullo en el alma.

1 comentario:

Javier Montabes dijo...

Paco,

la ética y la estética producen un comportamiento y, sobre todo, una satisfacción que no es entendida por los demás pero que, en ambos casos, es bella.

Gracias por tu reflexión. Un abrazo!