jueves, 21 de octubre de 2010

Sensaciones anónimas

Una amiga de un amigo de otro amigo coleccionaba sensaciones.
No quería recordar las cosas que había hecho, ni los nombres de las personas que había conocido. Tampoco tenía interés en fijar en su memoria lugares ni palabras, sólo se dedicaba a recordar las sensaciones que había experimentado durante el día.
Lo hacía desde niña. Llevaba tantos años haciéndolo que se convirtió en coleccionista.
Guardaba cada sensación en su interior, manteniéndola viva para poder recuperarla por la noche, cuando, liberada del asedio del mundo exterior, podía disfrutarla en la intimidad de su dulce y escondida soledad.
Eran sensaciones sin nombre. Desprovistas de la incómoda materialidad de la vida real, pero auténticas, completas y profundas. Sensaciones que llegaban hasta el fondo del alma, que removían sus emociones y alimentaban su espíritu.

Muchas veces me he preguntado si una actividad tirando a prosaica, como la publicitaria, sería capaz de copiar el modelo de la amiga del amigo de mi amigo, para utilizarlo como método de trabajo habitual o, al menos, como recurso creativo específico para esas ocasiones en las que la emocionalidad es más necesaria que la razón pura, cuya crítica está en permanente controversia intelectual desde que el filósofo alemán iniciara el debate, hace ya más de dos siglos.
La respuesta que flota en el ambiente (en el viento, que diría Bob Dylan) es positiva, aunque muchos confunden sensaciones con vulgaridades sensoriales y emociones con banalidades temporales.

En la vida, en cuyo espejo se mira la publicidad, ocurre lo mismo. Hay quien, de tanto falsear sus emociones, produce un descalabro sensorial en cadena que conduce a la miseria espiritual. Porque, aunque no seas coleccionista, las sensaciones anónimas que nos conmueven de verdad, imprimen carácter, en mayor o menor medida, dependiendo del grado de sinceridad con el que nos entreguemos a ellas.
Una conocida de la amiga del amigo de mi amigo, por ejemplo, era experta en falsificar sensaciones. Las convertía de buenas a malas (y viceversa) con gran profesionalidad e impecable esmero, hasta el punto de resultar irreconocibles para quienes las habían vivido en primera persona.
Los falsarios emocionales viven en permanente precariedad moral y solo los muy avezados son capaces de mantener el tipo de cara a la galería. La indiferencia fingida, sin ir más lejos, es muy difícil de controlar en esos momentos de soledad pública, en los que la claque ha dejado de aplaudir.

Me cuentan que también hay un mercado de sensaciones falsificadas de segunda mano. Parece ser que algunas se cotizan bien, pero la mayoría acaban en el top manta emocional y tienen poca salida. La otra noche, los colegas de la conocida de la amiga del amigo de mi amigo vieron unas cuantas esparcidas sobre un tapiz callejero remendado de sonrisas. La más repetida, por lo visto, era una versión pirateada de la novela de Sagan, en la que la tristeza se disfrazaba de alegría maquillada con intereses cenicientos.

No importa. Todos los falsificadores del mundo no serán suficientes para esconder esas sensaciones que se nos enredan por dentro y se quedan engarzadas en nuestra vida. Sensaciones anónimas que colorean nuestras emociones y hacen posible que nunca sea demasiado tarde para volver a sentir que detrás de cada invierno asoma una nueva primavera.

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