domingo, 31 de enero de 2010

En una galaxia muy lejana

Hace muchos millones de años, en una galaxia muy, muy lejana, existió una civilización casi idéntica a la nuestra.
Esa civilización poblaba un remoto lugar de un recóndito sistema solar, cuya única señal de vida se encontraba, precisamente, en el tercer planeta de los nueve que giraban alrededor de su astro central.
Durante milenios, la civilización se fue desarrollando hasta alcanzar un grado asombroso de sofisticación que, sin embargo, contrastaba con una curiosa barbarie (tal vez congénita) de sus habitantes, que les impulsaba, sin remedio, a matarse entre ellos, de cuando en cuando.
En un momento dado de su historia, la sociedad de consumo imperante en la mayor parte de ese planeta, que utilizaba herramientas de marketing muy similares a las nuestras, tenía establecido un sistema de comunicación comercial entre fabricantes y consumidores, que se apoyaba en unos medios de comunicación social de gran penetración y en unas ingeniosas y eficacísimas organizaciones profesionales, que recibían la muy apropiada denominación de “agencias de publicidad de servicios plenos”.

Esta fórmula funcionó a la perfección, durante muchas décadas, en aquella remota galaxia. Las empresas que producían los productos y servicios eran conocidas como anunciantes y, tanto ellas como los medios, se mostraban muy satisfechos con aquellas agencias de servicios plenos. La publicidad se desarrolló hasta cotas insospechadas. Las inversiones de los anunciantes en los medios, realizadas siempre a través de las agencias, crecían año tras año. La capacidad creativa de los profesionales de las agencias también crecía y el conjunto del sector llegó a producir grandes beneficios, tanto económicos como profesionales, en los tres grandes actores (anunciantes, agencias y medios) de lo que, en aquella galaxia tan lejana, se llamó actividad publicitaria.

Pero un día alguien tuvo una idea: crear una “central creativa”. Puesto que la mayor parte del negocio se concentraba en torno a los medios, era evidente que ésta era la parte sustancial de la actividad publicitaria, así que era probable que a las agencias no les molestase que unos cuantos creativos (que podríamos considerar intrusos, ya que venían de otros sectores profesionales ajenos a la publicidad) distrajeran del negocio principal de las agencias, a modo de prueba, algo tan banal como la creatividad, que apenas ocupaba el diez por ciento de los recursos económicos que los anunciantes dedicaban a su publicidad.

Algunos anunciantes acogieron con cierto interés el experimento y probaron, aunque la gran mayoría permaneció, en una primera fase, fiel al sistema tradicional, que tantas satisfacciones les había proporcionado. Las agencias, por su parte, miraron con desdén y cierto aire de superioridad a esas incipientes centrales creativas, a las que ni siquiera consideraban parte de la profesión publicitaria.

Sin embargo, nadie sabe muy bien por qué, en aquel confín del universo, y en contra de toda lógica empresarial y profesional, las centrales creativas fueron creciendo inexorablemente. Como concentraban el trabajo creativo de muchos anunciantes, empezaron a bajar los precios hasta niveles insólitos: en algunas ocasiones llegaban a trabajar a coste cero para el cliente, remunerándose a base de obtener descuentos extraordinarios de sus proveedores, a los que presionaban con la fuerza de su volumen de negocio. La reacción de los anunciantes del Planeta Azul (así era conocido el tercer planeta de ese sistema solar tan distante del nuestro) fue sorprendente. No les importó la evidente falta de transparencia de sus nuevos vendedores de servicios creativos. Tampoco pusieron pegas a que trabajasen para empresas competidoras de la suya propia (en contra de la estricta política de conflictos que mantenían con sus agencias). Lo que sí sucedió fue que empezaron a regatear los honorarios que venían pagando a quienes hasta hacía poco llamaban sus “socios estratégicos” (el viejo sistema de comisiones sobre la inversión en medios ya había desaparecido). Y, como habían dejado de sentirse unidos a sus agencias, convocaban concursos especulativos cada vez que tenían el proyecto de iniciar una nueva campaña.

Como era de esperar, todo el sistema se vino abajo. Las agencias no pudieron mantener la calidad de sus otrora brillantes servicios de medios. Los anunciantes cada vez pagaban menos, pero obtenían unos servicios de calidad menguante que no contribuían, como antaño, a fortalecer sus marcas y defenderse del creciente poder de una distribución planetizada (en el Planeta Azul no se decía “globalizada”, porque su forma no era perfectamente esférica, al estar un poco achatado por los polos). Incluso unos años antes del “gran crack”, las centrales creativas cambiaron su denominación por la de “agencias creativas”…

No sabemos mucho más de aquella gran civilización que existió, hace millones de años, en una galaxia muy, muy lejana. Desapareció en un gran agujero negro. Pero, pese a lo que dicen algunas teorías algo radicales, no parece probable que la causa de su desaparición estuviera en sus aberraciones publicitarias. Tal vez fue algún meteorito, como pasó en nuestra Tierra con los dinosaurios…

En cualquier caso, es curioso que dos civilizaciones tan parecidas, aunque tan lejanas, hayan tenido dos evoluciones tan distintas en algo tan concreto como la actividad publicitaria de uno y otro planeta. Menos mal que nosotros, los humanos, hemos sido más inteligentes y no hemos caído en un error tan brutal, tan de bulto y tan evidente. Yo no creo que, como dicen algunos, haya algo en esta historia que nos resulte familiar. Barbaridades como ésta nunca serían posibles en nuestro mundo.

Es que hay civilizaciones que no aprenderán nunca.

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