viernes, 9 de abril de 2021

La hiedra

Aquella mañana de invierno, Lucía salió de su casa muy temprano. Se puso al volante medio dormida y, con más precipitación de la habitual, se introdujo con su coche en esa neblina matinal que, aún, no había levantado del todo y dificultaba un poco la visibilidad. Apenas llevaba recorridos unos metros desde la salida de su garaje, cuando se encontró con él. Estaba de pie, inmóvil en el centro de la calzada. Al verla llegar, levantó una mano, a modo de saludo. Ella frenó y él, con total naturalidad, se subió al coche y se sentó.

—Hola —dijo, sin énfasis—. ¿Qué tal estás?
—Dormida —respondió Lucía—. Y puede que soñando.
—No, no sueñas. Además, aunque estuvieses soñando, los sueños los olvidarás pronto —aseguró él, mirando al frente—. Ten cuidado con la niebla. Es peligrosa.
—¿Cómo has venido?
—Andando.
—Pero... ¿desde tu casa?
—Claro.
—Esto está muy lejos —aseguró ella, sin salir de su sorpresa.
—La distancia es una magnitud relativa. Como todas, si a eso vamos —sentenció su inesperado acompañante.

Dicho esto, introdujo una cinta en el radio-cassette del coche y reclinó ligeramente su asiento. Unos segundos después, las voces y guitarras de Los Panchos empezaron a sonar, amortiguando con su melodía el ruido del motor y el del tráfico exterior: "Pasaron desde aquel ayer..."

Lucía había pensado varias veces en dejar esa relación. Pero, siempre que intentaba proponérselo en serio, pasaba algo que lo impedía.
Realmente, no había ningún motivo que justificase dejarlo... salvo esa íntima seguridad que removía su ánimo y le advertía que ese amor era imposible, que algún día él desaparecería de su lado y le dejaría un vacío irremplazable, causándole un inmenso dolor.

Sin embargo, ese día no llegó nunca. 

La vida de Lucía se complicó mucho, es cierto, pero esas complicaciones venían de muy atrás. De un pasado en el que se había dejado llevar por la insustancialidad de unos sentimientos huecos, maquillados por la euforia pasajera de una juventud en la que el conflicto permanente entre realidad y ficción fue una constante casi suicida. 
Ambición y placer formaban un binomio peligroso que, ungido por el óleo de la belleza, producía efectos muy peligrosos.
Los síntomas que afectaron a Lucía fueron compatibles con el extravío, por lo que llegó a mimetizarse con ese espíritu universal que, con tanto acierto, describieran Dumas y Verdi: el de la mujer traviata.
Y, así, Lucía se convirtió en una nueva Violetta, una mujer en lucha constante contra sí misma, cuyo orgullo era su principal recurso para salir adelante en un mundo que, de tanto tenerlo predispuesto a su favor, se volvía, una y otra vez, en su contra.

Treinta años después, él seguía sintiéndola ligada a él, sin que sus ojos pudieran separarse jamás de sus sueños... apretada, como la hiedra, a esa pared blanca y eterna que un día construyera.

—He venido para que sepas que siempre estaré junto a ti —dijo él en aquel lejano día, sin que le hubiesen preguntado—. Venderás este coche, te cambiarás de casa, buscarás un nuevo trabajo... pero yo seguiré aquí, como hoy, en la calle por la que vas a pasar cada mañana cuando te levantes, en mitad del sueño que acariciará tu memoria por la noche, aunque tú no hayas querido soñarlo.


Los poemas de Juan Ramón se borraron con el paso del tiempo; los besos y las promesas volaron, con las nubes, hacia el este; los sueños de peces, tortugas y delfines fueron incinerados en el crematorio del olvido...
Pero él volvió ese día, treinta años y una noche después, y comprobó que allí seguía la hiedra: apretada, fuerte, robusta. Y eso que la vida había pasado, como el agua pasa bajo el puente del dormir.
 
Se tumbó sobre la reverdecida hierba de abril y se sintió casi feliz. Tan solo una débil sombra de tristeza cruzó, fugaz, por su ánimo. Cuando la sombra hubo pasado, cerró los ojos, encendió su teléfono móvil y se puso a escuchar la vieja canción de Los Panchos: "Donde quiera que estés...".

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