Si hay algo que las sirenas no soportan es que las olviden.
Se enfadan mucho cuando algún navegante de esos que han tratado de seducir (me refiero, claro está a los que consiguen escapar de ellas, ya que los otros –pobrecillos– no están capacitados para olvidar ni para no hacerlo) vuelve a su vida normal y borra de su memoria los episodios vividos durante sus encuentros.
Esto es algo que les pasa a todas, ya sean marinas o de tierra adentro. Es preciso hacer énfasis en este punto, ya que no todas las referencias que figuran en el Registro Internacional de Sirenas están situadas en lugares de costa o en alta mar, algo que no debe sorprendernos, ya que el RIS incluye en sus anotaciones a las nereidas, así como a otras criaturas asimiladas. De hecho, ya hablé, en un artículo anterior, de unas muy particulares: las sirenas montaraces.
Pero volvamos a eje de la cuestión. Como decimos, su hábitat de procedencia no es causa de distinción en esta característica de su comportamiento. Aceptan, de buen grado, el odio, el rencor, el miedo y, por supuesto, el amor. Pero lo del olvido es superior a sus fuerzas. Ellas sí pueden olvidar (lo hacen de forma habitual), pero su infinito y ancestral orgullo no les permite consentir ciertas reacciones humanas: la que menos, el olvido.
Yo sospechaba, que era así, desde luego, pero fue durante una cena en Le Sirenuse, ese elegante hotel y restaurante de Positano, con vistas a las islas de Li Galli (que la tradición helénica citaba como conocida morada de esas extraordinarias criaturas), cuando un gran experto en el tema me lo ratificó:
—Ulises, por ejemplo —me dijo—, acabó olvidándolas, y nunca se lo perdonaron.
Unos buenos amigos amigos míos tuvieron, hace ya muchos años, relación con una sirena que vivía entre las escarpadas rocas del cabo de San Antonio, al pie del Montgó. Por desgracia, dos de ellos ya han fallecido, pero me hablaron mucho, en su momento, de los constantes intentos de seducción que sufrieron.
Según me contaron, estas sirenas modernas tienen técnicas mucho más sofisticadas que las clásicas (cantar con voz dulce y melodiosa, y todas esas cosas). Ahora parece que utilizan métodos indirectos y envolventes, basados en lo que los estudiosos denominan 'seducción inducida'. Esto es muy complicado de explicar en un artículo breve como este, por lo que me limitaré a resaltar los detalles más sorprendentes relacionados con esta 'inducción'.
Al parecer, el origen de todo ello hay que buscarlo en la cada día mayor escasez de marineros incautos. Según leemos en uno de los capítulos de los estatutos de la fundación 'Sirenas sin Fronteras' (traducimos literalmente del original): "XIII. Reivindicamos el derecho inalienable de nuestra raza a seducir a cualquier individuo de sexo masculino —de origen natural—, con independencia de su condición o lugar de residencia, debiéndonos ser permitida, sin restricción alguna, la inducción por vía de terceros para alcanzar el fin último para el que hemos sido creadas". Por cierto que, llegados a este punto, cabe cuestionarse cuál es ese "fin último". Y lo pregunto inocentemente, porque nunca he sabido, a ciencia cierta, qué hacían con los infortunados marineros que caían en sus garras... ¿los devoraban? ¿Y si no se los comían, qué interés tenían en acabar con ellos?
En cualquier caso, es comprensible que, con tantos esfuerzos realizados (algunos de ellos reconocidos por ciertos tribunales que llegaron a sentar jurisprudencia, como el otrora célebre 'Tribunal de las Aguas de la Macarelleta'), se disgusten mucho si son olvidadas. Ellas añoran aquellos tiempos en los que las leyes protegían a las sirenas (su doble condición les otorgaba múltiples beneficios), hasta tal punto que quienes no se doblegaban a sus deseos llegaron a tener presunción de culpabilidad en el 'Tribunal de Delitos contra las Sirenas', creado, expresamente, a instancias de su sindicato interoceánico.
La pena es que no puedo contar mucho más al respecto. Y no porque no quiera... sino porque lo he olvidado. Creo recordar que conocí a una, allá por los años ochenta del pasado siglo, pero ya no me acuerdo de ella. Ni siquiera podría decir si era buena, regular, mala o muy mala: se me ha olvidado por completo. A veces, en sueños, me pasan por la cabeza imágenes raras, confusas... y poco más.
Ni siquiera me da pena. No me extraña que esté enfadada.
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