lunes, 28 de agosto de 2017

Nubes de verano

A los niños no nos suele gustar la lluvia. Y menos en verano. En especial, si estamos pasando las vacaciones en el campo o en la playa. 
Sin embargo, la lluvia (que no las tormentas) suele ser beneficiosa, cuando es suave o, incluso, moderada. Todo esto viene a confirmar unos de los refranes menos controvertidos de la lengua castellana, frase hecha donde las haya, repetida una y mil veces. 

Bien es cierto que la expresión se utiliza más referida a otros asuntos que cuando se habla de fenómenos meteorológicos, pues la gente quiere insistir, cuando la usa, en el hecho de que ningún acontecimiento satisface a todo el mundo por igual.

Pero también se puede aplicar literalmente. Muchas personas mayores agradecen que el frescor de la lluvia interrumpa una temporada calurosa veraniega, al igual que lo hacen algunos agricultores (según lo que cultiven). Los niños, no. A los niños nos molesta.

–Mejor así, Paquito –dicen nuestras madres, empeñadas en que veamos con espíritu positivo lo que a nosotros nos parece un desastre–. Tendrás menos calor esta noche y podrás dormir mejor.
Las madres saben perfectamente que a los niños nos importa un rábano estar 'fresquitos', y tampoco ignoran que si dormimos mal por las noches es por motivos que nada tienen que ver con las altas temperaturas, que tanto les preocupan a ellos.
Lo que nos fastidia es no poder ir a la playa o a jugar al fútbol y tenernos que quedar en casa, bajo la supervisión de padres y otros mayores, cuya principal actividad (aparte de la siesta y las interminables comidas familiares) es su enfermiza obsesión por nuestra limpieza y buen comportamiento, aparte de tratar de inculcarnos aficiones asombrosas, que podríamos catalogar bajo el amplísimo epígrafe de 'juegos educativos' (a los que nosotros, los niños, damos otros apelativos menos cariñosos y bastante más coloristas y pintorescos).

Dicho todo esto, me veo en la obligación de aceptar que existen las nubes buenas estivales. Son esas que, condescendientes, derraman sobre nosotros algunas realidades que pasan desapercibidas cuando no estamos de vacaciones.
Gracias a ellas, recibimos indicios de que algunas personas fingían descaradamente mientras el exceso de ocupaciones y la escasez de tiempo libre se lo permitían, convertidas estas circunstancias en escudos protectores de sus arteras tretas y falsedades.
En verano, por el contrario, es más difícil esconder ciertas cosas. A veces, basta con elevar la vista al cielo de nuestro fuero interno para comprobar cómo entre esas nubes pasajeras que, en ocasiones, oscurecen las tardes de julio o agosto asoman los rostros de la verdad, mostrándonos la racanería espiritual de aquellos que alardeaban de sentimientos generosos que, según decían, si no podían entregarnos en toda su magnitud era por lo muy entretenidos que estaban con sus obligaciones profesionales (o de otra índole, siempre, eso sí, de naturaleza severa y perfectamente justificada). 
Llegado el estío, con su apetecido esplendor, es fácil deslumbrarse con las oportunidades que se nos presentan en diversas y arrolladoras formas, distrayéndonos de la apreciación de una realidad que, pese a estar a la vuelta de la esquina, nos parece lejana e improbable. Es entonces cuando las nubes de verano interrumpen nuestro sueño y despiertan la adormecida conciencia que nos impedía ver la realidad de unas falsas emociones.

Los niños nos entretenemos con cualquier cosa y somos propensos a la distracción, pero no aceptamos que nos engañen. Y acabamos dándonos cuenta de todo.

–Parece que va a llover, Paquito. Ponte algo.
–Solo es una nube, mamá. Se pasa pronto.

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