martes, 22 de diciembre de 2015

La amarga Navidad del Sr. Klim

El Sr. Klim llevaba once años de desolación sobre sus espaldas.
Y, cuando llegaba la Navidad, la tristeza y el agotamiento caían sobre su espíritu como una densa niebla, de la que no podía deshacerse hasta bien entrado el mes de febrero.
Algunas veces, recibía mensajes poco antes de Nochebuena. Eran mensajes ambiguos, probablemente malintencionados y portadores de un veneno vengativo y mórbido, capaz de embalsamar el ánimo y amortajar los escasos atisbos de ilusión que rondaban por su maltrechos sentimientos, envejecidos y desfondados antes de tiempo.
Pero esa Navidad, el Sr. Klim había recibido un mensaje diferente. Anónimo, sin remite, en el que se le prometía un beso. Para la mayoría de la gente, un beso no es gran cosa, pero para el Sr. Klim significaba mucho. Entre otras cosas, porque el Sr. Klim vivía bajo el peso de su equívoco apellido. Todo el mundo lo confundía con el del célebre pintor austríaco, Gustav Klimt, destacado artista de la secesión vienesa, cuya enorme fama había perturbado tantas veces al Sr. Klim. "Klim, sin t", se veía obligado a decir cada vez que le preguntaban su apellido. 

El Sr. Klim vivió por un tiempo en Madrid. Allí, cada Navidad se desplazaba hasta la calle de Recoletos, para comprar su cena en las reputadas Pescaderías Coruñesas, trasladadas más tarde a otro barrio, pero cuyo antiguo local seguía cerrado, luciendo los restos de su gran rótulo sobre el viejo cierre ondulado que ocultaba de la vista un interior que se presumía tenebroso desde la calle. Un amigo del Sr. Klim, fallecido años atrás, vivió en esa misma casa.
El Sr. Klim nunca quiso ir a la nueva tienda de su pescadería favorita y, tal vez por eso, prefirió mudarse a París. Allí pasaba la víspera de Navidad en Fouquet, a base de té por la tarde y una frugal cena después, acompañada de una copa de champagne, con la que brindaba consigo mismo antes de marcharse, avenida de George V abajo, en dirección al puente de Alma.

¡Un beso! La maldita imagen del cuadro de su 'casi tocayo' Klimt se le venía, una y otra vez, a la cabeza. Él no quería un beso así, con una mujer sumisa y arrodillada sobre una pradera florida, mientras su propio cabello lucía engalanado con unas hojas de yedra que le recordaban a un Dante coronado de laurel. No le gustaban nada los pies de la besada ni la extrema delgadez del rostro del hombre que se agachaba para llegar hasta la mejilla de una compañera que, de no estar arrodillada, debía ser veinte centímetros más alta que él.
Sin embargo, sí quería un beso. Un beso sincero, entregado por unos labios protegidos por una nariz perfecta. Lo que más le interesaba era la nariz. Y que el beso se lo diesen a él, no al revés.

Por algún motivo, el té estaba mucho más amargo aquella tarde. Pidió otra taza, y la segunda sabía aún menos dulce. No es que el Sr. Klim quisiera un té dulzón (eso se hubiese solucionado con un par de cucharadas de azúcar), pero la amargura que atravesaba su garganta cada vez que tomaba un sorbo era exagerada, profunda, como si lo que estaba bebiendo fuese un extracto de castañas o almendras amargas... una infusión aromatizada con cianuro, quizá. 

Nada especial sucedió antes de la cena. Ni siquiera el probable veneno que había ingerido en generosa dosis le produjo efecto alguno... aparte de la extrema tristeza que se apoderó de su ánimo. Luego, ya próximo el momento del brindis, introdujo su mano en el bolsillo buscando el mensaje recibido con la promesa del beso. Al sacarlo, le pareció que se había convertido en uno de esos proverbios que surgen del interior de las galletas chinas de la suerte. No decía nada de besos. El Sr. Klim leyó para sí lo que ponía en ese pequeño papel de particular textura: "No toda distancia es ausencia ni todo silencio es olvido".

El Sr. Klim brindó, levantando su copa de champagne y dedicó su brindis a la insigne y eterna viuda de M. Clicquot, responsable de la efímera felicidad de tantos hombres.
Cerca de la medianoche, el portero del Crazy Horse, bien protegido del frío por su indumentaria de policía montado del Canadá, le vio pasar en dirección al Sena...

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