viernes, 3 de julio de 2015

Ridículo histérico

De las muchas formas registradas de hacer el ridículo, creo que la más patética es la que consiste en hacerlo ante uno mismo, con la conciencia depilada de pudor y el cuerpo envuelto en el obsoleto estandarte de la dignidad maltrecha.
Suele alcanzar este tipo de ridículo cotas históricas, que se vuelven histéricas en la soledad de esos ventanales que solo saben mirar hacia el oeste, es decir, hacia eternas y sucesivas puestas de sol.
Poco útil es, para quedar a salvo del bochorno íntimo (encapsulado en soberbias y brillantes píldoras de orgullo, eso sí), esconderse de la verdad y buscar una realidad itinerante, cuya parada final es la nulidad de lo mantenido artificialmente, por obra y gracia de unos intereses económicos y sociales sustentados en un permanente equilibrio inestable.

La histeria producida por este nunca reconocido tipo de ridículo hace rechinar los dientes por las noches, y eso es algo que no se cura con baños de madrugada en cristalinas aguas vigiladas por hippies vagabundos.
Por el contrario, la tranquilidad y la paz interior son garantía de que las pérdidas pueden colocarse en la alacena correcta del espíritu, envueltas, desde luego, en sábanas blancas con vocación de sudarios emocionales. 

Otra de las características del ridículo histérico es su movimiento helicoidal de radio decreciente. El cálculo infinitesimal del desarrollo de este desplazamiento nos transporta a un escenario en el que los razonamientos se empequeñecen, de forma progresiva y constante, hasta alcanzar dimensiones tan minúsculas que inhabilitan cualquier clase de recurso técnico, por moderno y avanzado que sea, y, en consecuencia, producen un efecto inconmensurable negativo que llega a alcanzar a ese imaginario punto crítico de la materia en el que se funden destino y sentimiento.

Es una lástima. Personas normales, en apariencia, se ven afectadas por este síndrome maligno, sin haber aceptado vacunarse cuando estuvieron a tiempo. Casi podría decirse que se ven abocadas a esta situación de forma voluntaria, ya que no aceptan traspasar ninguna de las salidas que la ciencia de la cordura pone, con sano y bienintencionado juicio a su alcance.

Y así, aferradas a cualquier agarradera circunstancial e inconsistente, luchan contra sí mismas por encerrarse en un mundo hostil y delirante, alejado de la razón, la belleza y la virtud. Luego, perjudicada ad eternum la bondad, se sumergen en el plomizo estanque de la ceguera para no volver jamás a recorrer el camino de la vida.

Ni siquiera en las calurosas tardes del verano.

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