martes, 1 de octubre de 2013

Misérrimas miserias

Victor Hugo cantó la grandeza de la miseria.
Su romántica pluma aprovechó el argumento de su gran novela para criticar a una burguesía más interesada en proteger su mundo que en defender la justicia.
Sin embargo, la miseria que él nos describe, como causa y origen de gran parte de los males de aquellas gentes humildes, sumidas en la pobreza de unos tiempos en los que revolución, hambre y utopía cabalgaban juntas, nada tiene que ver con la de otros, cuya mísera condición no radica en las carencias del cuerpo, sino en la estrechez del alma.

Nada hay de romántico en la actitud de quienes, tras haberlo recibido todo de los que a ellos se entregaron, les niegan, luego, hasta lo más insignificante.
Siempre me ha producido una enorme tristeza, por ejemplo, observar algo tan frecuente como unos hijos que, cuando sus padres son mayores, escatiman en todo lo que se relaciona con ellos hasta límites deshonrosos.
La mayoría de esos padres dieron cuanto tuvieron (algunos hasta lo que no tuvieron) a sus hijos, con generosidad natural y entrega nada calculada, pero, con el paso del tiempo, la memoria de los hijos evoluciona hacia un egoísmo racionalizado y encuentra burdas (o sofisticadas) justificaciones a su miserable comportamiento.

Y esto solo es un ejemplo. Un ejemplo terrible, desde luego, pero hay muchas situaciones similares en las que, sin vínculos de sangre, se producen comportamientos igual de mezquinos.
En mi modesta opinión, quienes así actúan son los verdaderos miserables del mundo y no los que, como el protagonista de la novela de Victor Hugo, se ven obligados a robar una barra de pan para alimentar a su desnutrida hermana.

La miseria moral es la más patética. Sobre todo, si los miserables espirituales niegan hasta lo superfluo a quienes les ofrecieron alma, vida y hacienda cuando las necesitaron. De nada les sirve echarse a las espaldas blancas capuchas edulcoradas para intentar esconder en ellas la misérrima actitud de su veleidosa ética. Sus rostros enrojecidos por una vergüenza nada ajena les delatan.
Mientras, siguen luchando contra el paso del tiempo en el centro del gran refectorio, envilecido por su perjurio y oscurecido por su silencio y sus afectos trashumantes.

Infelices y míseros fantasmas que deambulan por despachos y salones, renegando de lo que nunca quisieron asumir, pero sí abrazaron sin enojo cuando les convino.
Modernas cosettes que barren negras miserias domésticas con sus enormes y pesadas escobas, fabricadas con flechas que se quedaron sin carcaj el mismo día que perdieron el reloj de su conciencia a manos de un futuro jardinero de pequeños y redondeados arbustos...

Miserias del alma, condenadas para siempre a cumplir su alianza vital con la extorsión, con la soberbia... con la infelicidad. Miserias tristes, enemigas de la paz.

¡Pobre Cosette!

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