martes, 27 de noviembre de 2012

Otoño rojo

Hay hojas que, por muy avanzado que esté noviembre, se resisten a caer. Son las que, rojas y tozudas, se quedan colgando de los secos árboles del alma, firmes en su decisión de desafiar al ciclo de la vida e, incluso, a la ley de la gravedad.
Hojas ya desfallecidas, que se recortan sobre el fondo anaranjado de la tarde... de cien tardes que también se resisten a morir.
Da igual que estén en una extraña avenida madrileña, en lo alto de un ojo junto al Támesis o en un imaginario barrio lisboeta que un día duró más que la realidad. Todas deberían haber caído, todas deberían estar ya abrigando ese sueño solitario y desnutrido que tanto las necesita para cubrir la tristeza de un otoño obligado. De un otoño que fingió ser primavera cuando la memoria quiso olvidar el frío del recuerdo y, sobre todo, del futuro.

Termina noviembre y las retorcidas ramas siguen sin concedernos el descanso de la muerte de sus hojas. Secas, pero encendidas por el incandescente fuego de un infierno perpetuo, tan maldito como inútil. Un infierno que unos y otros llevan dentro, aunque representen en él diferentes papeles, tal como corresponde a una comedia tan divina como la que nos legara la magistral pluma de Il Sommo Poeta.

A veces, el intenso fulgor rojizo llega a teñir el propio tronco del árbol. Y a quien lo contempla sin tomar partido por aceptar el insano milagro del otoño que no muere o desear verlo convertido en una melena de campana como la que Machado nos regalara en sus Proverbios y Cantares. Una campana que doble por lo que ya bien merece reposar bajo el olvido de la tierra... también roja, naturalmente.

¿Por qué ese empeño de las hojas en rebelarse contra su destino? ¿Por qué esa insistencia en flotar, vacilantes, en la brisa y negarle al tiempo su promesa?
Ninguna de las posibles respuestas a estas preguntas acaba de convencerme. Unas por su obvia inconsistencia, otras... porque reflejan uno de esos comportamientos de flagrante irracionalidad, tan habituales en la especie humana.
Es casi seguro que si las hojas no se caen es porque no queremos que se caigan. Igual pasa con su color. En realidad, no es tan rojo, pero lo hemos pintado con los pinceles del deseo, sobre un lienzo imaginario al que siempre embellecemos con una pátina de lejanos sentimientos.

Noviembre se acaba, abigarrado de efemérides singulares, tristes y notables. Abrazada a él, la vida también parece terminarse, cansada de aferrarse a un calendario cuyas hojas, como las del árbol, no acaban de desprenderse nunca. Solo nos queda esperar la invasión del general Invierno, para que con su implacable ejército de olvido arrase bosques y recuerdos, arrancando con mano de hielo y corazón de viento esa pertinaz hoja escarlata que alimenta la fantasía de quien creyó que el penúltimo día de noviembre fue el primero de la primavera.

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