jueves, 18 de octubre de 2012

La cuarta mentira

Acertó el poeta en las tres primeras.
Pero había una cuarta mentira. Casi siempre hay una cuarta mentira. Los expertos la esconden en el fondo de su alma, disfrazada de acusación delirante. Cuanto más fantástica sea, mejor. Una mentira absurda es mucho más eficaz que una mentira lógica, porque nadie pensará que quien miente sea capaz de inventar algo tan disparatado.

Las tres mentiras iniciales están destinadas a alguien predispuesto a creerlas. Por eso deben ser sutiles y orientadas a distraer las defensas naturales de la parte más elemental del cerebro. Ésa que reacciona a los estímulos básicos.
Sin embargo, la cuarta tiene un objetivo bien distinto. Debe convencer a otros que están muy alerta y dan por segura la intención de engañarles. ¿Cómo conseguir, entonces, algo tan difícil en apariencia? Son precisas grandes dosis de creatividad y, por supuesto, de osadía.
La cuarta mentira debe tener una sólida base de verdad. Remota, pero sólida. Y, una vez asentada sobre esos firmes cimientos, desplegar la imaginación hasta cotas insospechadas, grotescas... inconcebibles. Con esta infalible técnica pasaremos, sin sufrir bajas irreparables, sobre las trincheras de quienes esperan el ataque, bien protegidos en su búnker de hormigón armado, con la bayoneta calada y el casco hundido hasta las cejas para esconder la alopecia galopante que avanza, implacable, sobre sus cada día más despoblados cueros cabelludos.

Claro que la cuarta mentira también tiene sus servidumbres. Alcanzada la retaguardia del antiguo enemigo, y al grito de "¡Todos Piratas!" (esto me recuerda a algo), debemos sustituir los elegantes y discretos atuendos habituales por otros más propios de la nueva condición de seguidores del más encarnizado filibusterismo emocional.
Quienes hayan superado tan altos niveles de invención rocambolesca, obtendrán su recompensa si son capaces de expoliar, sin miramientos de ningún tipo, el pecio provocado con sus previas e insistentes andanadas de estribor (ésa es habitualmente la banda por la que se ha venido avistando, durante tantas y tantas tardes de penumbra encubridora, a la antigua nave nodriza, hoy transformada en desprevenida e inocente enemiga).

El siguiente paso es convertir en aliado a quien fue durante muchos años repudiado, tornando el secular desprecio establecido y proclamado a los cuatro vientos, en sumisa lealtad, probatoria de incondicional fidelidad.
Como en el antiguo juego de Crone, es vital elegir con acierto el momento en el que se lanza el grito previo al cambio de la noble chaqueta roja por el terno bucanero (que debe ser discreto donde los haya, sin parches en el ojo, garfios ni patas de palo). Lo más conveniente es hacerlo cuando el futuro aliado ha encontrado el plano del tesoro y, si es posible, una vez que los doblones y ducados de oro hayan sido ya desenterrados y llevados a bordo del nuevo bergantín-goleta (cuya adquisición se recomienda sea hecha con el botín obtenido en los primeros saqueos, para que quien se incorpora al nuevo orden corsario tenga precavidamente limpias sus blancas manos).

A partir de este punto, todo será coser y cantar. Sobre todo, cantar.
Y si no hemos conseguido, en el mismo envite, engañar a los justos representantes de la Corona, no importa. Siempre queda el recurso de decir que son incompetentes... o corruptos. También se puede argumentar, con indignado acento, que la víctima el perverso personaje cuyo barco hemos mandado a pique por exigencias del guión, es tan astuto y taimado que ha conseguido escarnecer la virtud y burlar a la justicia, como hiciera el abyecto personaje de la obra cumbre de Zorrilla (y valga la redundancia).

La cuarta mentira es, por tanto, fundamental. La más importante de todas. La que no admite fallos. Como tampoco permitirá escapar a quien la lanza de su perpetua cadena. De su perpetua cadena dorada.

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