—La luna produce calor. Mucho calor —comentaba Alicia con frecuencia.
—Ya sé que dicen que no —insistía cuando alguien se lo negaba—, pero es mentira. Claro que el sol calienta más, pero es un calor diferente. El de la luna es más suave, más sutil, más discreto... pero intenso, insoportable...
A ella siempre le angustiaba ese calor sofocante que le producía la luna.
Nadie supo muy bien la verdadera razón, aunque puede que hubiese que buscarla en aquella extraña noche que pasó en Lisboa, cuando tomó un baño en la misma habitación que, pocos días antes, había ocupado una reina, y Alicia, adormilada por el cansancio de una jornada extensa y perezosa, vio una rara luz plateada que entraba por la singular ventana de aquel cuarto de baño, tan grande, tan diferente, tan inesperado...
El agua de la bañera estaba templada, pero ella sintió calor, un terrible calor. Al principio se sorprendió (era la última semana de octubre) y, sin embargo, pronto comprendió que ya no tendría noches tranquilas mientras el cielo diese cobijo sobre su cabeza a una luna inmensa y redonda que lanzase contra ella sus asfixiantes rayos.
Fue una sensación de la que quiso huir, sin éxito, a lo largo del tiempo. Tuvo esa misma impresión en sus viajes a París, a Londres, a Berlín, a Amsterdam, a Venecia...
No podía soportarlo. Tal vez por eso decidió buscar nuevos destinos: Buenos Aires, Ciudad del Cabo, Egipto...
Es cierto que la luna calentaba menos en estos nuevos lugares, pero no se sentía feliz en ellos: le faltaba algo... y le sobraba la luna.
Su decisión fue drástica: solo viajaría los días de luna nueva. Era una condición muy estricta, sí, pero no se veía con fuerzas para enfrentarse a ese insoportable calor, noche tras noche, durante el resto de su vida. Porque el agobio que sentía era el mismo en invierno que en verano, junto al Mediterráneo o a orillas del Índico, del Atlantico o del Pacífico. Daba igual la latitud y la estación del año.
Alicia tuvo un marido, estafador de profesión y pirómano por vocación, pero, el hombre, pese a su apego a las prácticas incendiarias, no alimentaba el fuego que ella sentía bajo la luna. Por el contrario (y esto era algo que su esposa agradecía), apaciguaba los calores que en ella producía la luz del satélite terrestre. Era lo único que le agradecía, claro, ya que, por lo demás, su vida económica estaba, con frecuencia, pendiente de un hilo a causa de la profesión de su cónyuge.
El divorcio llegó mucho después, casi podríamos decir que cuando ya no venía a cuento, porque Alicia había abandonado su esperanza de conseguir la felicidad:
—Nunca seré feliz mientras siga existiendo esa luna que me mata —se repetía a sí misma, mirándose al espejo cada vez que salía de la ducha.
Luego, dejaba caer la blanca toalla que solía llevar anudada a la cintura y se quedaba inmóvil, observando su estilizado cuerpo desnudo.
—Yo también soy una luna —parecía que le decía una voz tenue que surgía del propio espejo.
—No, tú eres solo un cristal —respondía Alicia, alterada—. Un maldito cristal. Y me miras mal... no reflejas mi cuerpo, solo mi sufrimiento.
—Es todo culpa tuya, Alicia —le reprochaba el espejo, cada vez más hablador.
—Ya lo sé, estúpido. No hace falta que me lo recuerdes. Y no me mires tan fijamente, que estoy desnuda.
—Sí, estás desnuda. Creo que siempre lo has estado.
Y ella, desolada, se arrojaba sobre la cama y no paraba de llorar.
Mientras tanto, muy lejos de allí, alguien encendía la luna para que no dejase de brillar nunca.
No todas las personas son iguales.
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