martes, 1 de octubre de 2024

Los siete escalones del Casino

Para mi madre, subir esos siete escalones significaba un esfuerzo extraordinario.
Sin embargo, nunca dejaba de subirlos. Cada tarde dábamos el paseo de rigor desde nuestro balneario, no tan lujoso como el del lago termal, pero, para mí, infinitamente más atractivo.
A mi madre también le gustaba más. Era amiga de los dueños y recibía un trato familiar y particularmente cariñoso.

Mis motivos, claro está, eran de otra índole: largos paseos hasta su insólita piscina de agua templada y fondo cubierto de verdín (en cuyo extremo más alejado no era inusual encontrar alguna que otra rana e, incluso, cabía la posibilidad de toparse con una culebra de agua); juegos con ciclistas de plástico o indios y vaqueros en el sombreado jardín triangular, de hipotenusa paralela al arcilloso río; espectaculares judías estofadas a la hora de la comida, y tortilla francesa con una loncha de jamón, acompañada de un vaso de leche con Cola-Cao para la cena; excursiones por los solitarios montes que se alzaban, cuajados de fósiles marinos y evasivas palomas, frente a la ventana de nuestra habitación... y fiestas locales con banda de música y permanentes comparsas de gigantes y cabezudos recorriendo el pueblo.

Pese a todas estas insólitas diversiones para un chico de ciudad, el momento más especial era el de la visita vespertina al Casino, acompañando a mi madre. 
Su terraza se abría frente al parque a través de la ya mencionada escalera de piedra, flanqueada por cuatro estatuas clásicas semidesnudas que contribuían, con su silenciosa presencia, a definir la muy particular atmósfera percibida por los veraneantes que disfrutaban del ambiente lento y decadente del lugar. Unos cuantos veladores de mármol (nunca me parecieron muchos) y sus correspondientes asientos de mimbre, repartidos con relativa displicencia, daban servicio a clientes un tanto distraídos y poco pendientes de sus cafés o refrescos. Era evidente que no estaban allí para saborear sus bebidas ni para escuchar a los cuatro músicos que solían amenizar rutinariamente las adormecidas tardes. Estaban porque era lo que se esperaba de ellos... casi podríamos decir que por principio.

Ese ambiente me fascinaba. Me sentía transportado a Vichy, a Bath, a Baden-Baden... sitios que yo nunca había visitado, pero que tenía grabados con nitidez en mi imaginación juvenil.
¿De qué hablaría mi padre con sus amigos en su otro casino, el de Madrid? Porque mi padre nunca se quedaba en aquel balneario con mi madre y conmigo, él nos llevaba y nos recogía al final de nuestra estancia. Y a mí me constaba que él acudía cada tarde al Casino de la Unión Mercantil e Industrial de la Gran Vía madrileña. ¡Todos los días! En invierno y en verano (sí, también en otoño y primavera). Una tertulia diaria y eterna. ¿Había tema de conversación para tanto tiempo?
Por el contrario, mi madre no hablaba con nadie. Ella leía... escribía. Apenas saludaba, con educación, pero transmitiendo claramente con su lenguaje corporal que no estaba dispuesta a más. Yo me tomaba mi refresco y desaparecía en aquel laberinto de caminos arbolados y senderos que bordeaban el, para mí, misterioso lago, repleto de barbos bien alimentados.
Vivía cien aventuras diarias y, por la noche, escribía largas cartas a mis alejados amigos contando, al detalle, cuanto había discurrido por mi vida... o por mi mente.

La otra pregunta que no dejaba de hacerme era por qué los escalones del Casino eran siete.
Siete fueron los sabios de Grecia, los enanitos de Blancanieves, los brazos del candelabro del templo de Jerusalem...  
Lo pregunté, pero nadie supo darme una respuesta.

Hoy, tantos años después, sigo estando convencido de que hay una razón. Aunque es probable que ya no viva nadie que la conozca. ¿Estará escrita en algún sitio?
Siempre pienso que tuve mucha suerte de conocer el Casino en aquellos años. Tuve suerte de subir y bajar esos siete escalones muchas, muchas veces.
La suerte es rara. Y la vida está llena de misterios. Misterios como el de los siete escalones del Casino. Creo que me moriré sin haber llegado a descifrarlo.

Claro que tampoco sabré nunca de qué hablaba mi padre, todas las tardes, en su inalterable tertulia del otro casino. Por cierto: jamás conocí a sus amigos.