viernes, 13 de septiembre de 2013

Demasiados septiembres

A medida que van pasando los años, algunas cosas se repiten con implacable insistencia mientras que otras (normalmente las mejores) empezamos a sentirlas cada vez más escasas.
Parece lógico, porque la velocidad del tiempo es directamente proporcional a la edad, diga lo que diga Einstein.

Con ciertos meses pasa lo mismo. Los abriles (y las primaveras, en general) llegan con menos frecuencia, por ejemplo, que los septiembres.
Claro que también hay quien lleva el Abril puesto y, entonces, lo notan mucho menos que los demás, pero aquellas gentes con memoria de plastilina que abandonaron la luz de Andalucía para cambiarla por un alma más sombría y un tanto codiciosa, sí que llevan la penitencia en su pecado.

La ausencia de luz invoca al silencio, como las brujas lo hacen al demonio, aunque bien es cierto que el primero suele acudir a la llamada con una frecuencia inusual en el diablo, más ocupado, sin duda, que un silencio nacido de emociones descosidas y sentimientos obtusos.

Los septiembres vuelven a nosotros con obstinada asiduidad, impropia del tradicional calendario gregoriano, que indica entre ellos una separación de, al menos, trescientos sesenta y cinco días.
Y regresan siempre con las mismas preguntas, con el mismo asombro ante lo que parecía imposible en agosto, en julio... y, por supuesto, en junio.
Pero la vida nos enseña que casi nada es imposible. Puede que sea imposible que el silencio se transforme en luz. Y pocas cosas más.

El caso es que hubo un tiempo en el que nos gustaban los septiembres. Era cuando no abundaban tanto, cuando los septiembres eran pocos, como los abriles. Dicen que se volvieron peores con el cambio de milenio, cuando el euro y la soberbia usurparon los sueños de los años noventa, sin duda los mejores del pasado siglo.

Yo ya siento que tengo demasiados septiembres sobre mis espaldas. Septiembres duros, difíciles, tatuados en el alma con la tinta indeleble de la perfidia.
Aunque septiembre es un mes en el que pasan muchas cosas. Cuando hago recuento de ellas, veo que la mayoría son buenas. Sin embargo, es indiscutible que, en cuanto te descuidas, vuelves a estar en septiembre y caen sobre ti días con forma de lazo que se enroscan a la garganta y te dejan sin fuerzas hasta para invocar a San Blas... y otros con aspecto de flechas gemelas que atraviesan los espíritus más templados.

No nos queda más remedio que seguir abriendo nuestras ventanas y hacer un esfuerzo por creer en lo que vemos: un mes que nos sigue pareciendo dulce y agradable, con bonitos atardeceres y lunas claras, un mes de mañanas frescas y tardes templadas, que nos invita a soñar con episodios asombrosos, con balnearios extraños y decadentes o con ciudades poderosas bañadas por grandes ríos...
Eso sí, las otras ventanas, las que todos tenemos dentro, conviene dejarlas cerradas y esperar a que pase otro mes, otro año... y otro día, como dice el último verso de aquel viejo poema.

Demasiados septiembres.

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