martes, 15 de junio de 2010

El té de las ocho

El té solía ser a las ocho. Lo de las cinco es una leyenda urbana. Y si no, que se lo digan a Juan Ramón Jiménez, que se los tomó casi todos.
Cierto es que Platero era pequeño, peludo, suave... y tan blando por fuera que se diría todo de algodón, que no llevaba huesos. Pero nunca se enteró de nada. Ni del té ni de nada.
Y es que no era fácil enterarse. ¡Tantos años dando por hecho que el té se tomaba a las cinco y resulta que era a las ocho!
El caso es que hay muchos borricos que no se dan cuenta de lo que pasa a su alrededor. Borricos que se equivocan, como aquel pájaro (no recuerdo qué tipo de pájaro era) que por ir al Norte fue al Sur. Sí, ése que creyó que el mar era el cielo y la noche la mañana. Se equivocaba completamente.

Pero centrémonos en los burros. Yo tuve uno. Tan identificado estaba con él que hubo quien nos confundió. Y no me extraña, la verdad, porque ninguno de los dos nos enterábamos de nada.
Empeñados durante años, por ejemplo, en que el té no estaba envenenado. En que las estrellas eran rocío. Nos equivocábamos.
Claro que debo reconocer que mi burro era muy cabezota, un poco atolondrado y bastante cegato. No veía lo que tenía delante de su hocico. Y eso que todo el mundo afirmaba que era un burro listo. ¡Qué pollino tan inteligente tienes!, me decían. Yo me lo creía, desde luego, como nos lo creemos todos los dueños de burros, porque nos hace ilusión pensar que nuestro asno es el más espabilado del mundo. Es lo que tiene ser dueño de un burro, que te acabas creyendo que es el mejor. Siempre pasa lo mismo.
No puedo negar que el mío era bastante tonto. Se tragaba cuantos embustes le contaban. Una vez me dijeron que se había enamorado de una loba y yo, como todavía no había leído a Clarissa Pinkola, no me lo creí. Andaba yo, por aquellas fechas, ocupado con multinacionales y asociaciones, por lo que mi reputación no me permitía aceptar la existencia de brujas. Sin embargo, era cierto. Mi pobre burro, tan parecido a mí el insensato (no tanto en el físico como en el espíritu), había caído con todas las de la ley.
Entonces fue cuando aprendí que las lobas saben tejer unas telas de araña tupidas y pegajosas, de las que los borricos no pueden escapar. Es una técnica muy sofisticada y eficaz, porque, así, pueden ir devorándolos, poco a poco, a lo largo de muchos años.
A veces los alimentan con té, para que duren más. Dándoles siempre su ración a las ocho en punto, por supuesto.

Mi burro hizo carrera. Llegó a presidir una agencia americana, la Donkey Advertising. Y hasta la ADA (American Donkey Association), pero la loba se lo merendó sin remilgos. Tacita a tacita, como Carmen Maura.
Fue, también, un asno viajero y tomó el té por toda España y media Europa, pero el que más le gustaba era el del veneno, el té de las ocho. Ya he dicho que era muy testarudo.
Cuando salió de Donkey Advertising, ya llevaba años atrapado, así que volvió a equivocarse, igual que el pájaro. Que si el trigo era agua... que si la calor la nevada...
Como Juan Ramón Jiménez había muerto hacía mucho y Brasil era un recuerdo, acabó pasando largas tardes solitarias teñido de un azul muy pálido, tan pálido como el veneno de ese té que ya le había destruido las entrañas. Por eso nadie se sorprendió cuando se durmió en la orilla, mientras que su amo seguía soñando en la cumbre de una rama.

En resumen, que los dos se equivocaban... ¡mira que creer que tu corazón era su casa!

1 comentario:

Samael dijo...

Me gusta tu burro. Espero que al final despertara de la orilla, ya tengo suficiente con lo que le pasó a Platero.