lunes, 7 de junio de 2010

Caruso

Cuenta Lucio Dalla que el gran tenor volvió a su ciudad natal al final de su vida.
La belleza del golfo de Sorrento es inmensa. Capaz de enmudecer el alma. Allí, sobre una vieja terraza, Caruso abrazaba a una muchacha de ojos verdes como el mar:
"Te voglio bene assaie... ma tanto tanto bene, sai... è una catena ormai che scioglie il sangue dint'e vene, sai..."
Desde aquel lugar, todo parece pequeño. Hasta los recuerdos de los años de gloria... de los años en los que el futuro existía.
Muchas veces me he preguntado si hay un lugar mejor en el mundo que ése para terminar la vida.
Tarde o temprano hay que mirar hacia atrás, a ser posible donde el mar reluce y sopla fuerte el viento, y, siempre, junto a dos ojos que te hagan olvidar las palabras y confundan tus pensamientos.
Da igual que hayas sido el más grande entre los grandes. No importa que tu fama fuera enorme y tu fortuna infinita. Aquí, frente al golfo de Sorrento, envuelto por la voz de Pavarotti, todo parece pequeño. Todo es pequeño.

Muchos publicitarios, muchas agencias, muchos anunciantes... muchos jurados, fueron los que se quedaron en una terraza como aquella, esperando en vano que la estela que se alejaba diese la vuelta. Pero ya el universo de la publicidad del siglo XX se había hecho pequeño. El mar era cada vez más grande, la sangre cada vez más líquida en las venas... y la cadena tenía innumerables eslabones.
No es eso lo grave, pensaron algunos que lo vieron claro, mientras el rastro de espuma dejaba una línea de diamantes sobre las aguas, sino que quienes debieran estar a la vanguardia de la creatividad no se den cuenta de que el mundo está cambiando y no sean capaces de ver estelas de platino en los caminos marinos y aéreos que unen lugares tan distantes como, por ejemplo, Canarias y Reykjavik.

Se me ocurren varios nombres de viejos poetas, músicos... y publicitarios que podrían protagonizar la escena que describe Lucio Dalla. Pero, por encima de todos, hay uno que se me viene a la cabeza en un día como hoy. Ya lo imagino, con su pelo blanco al viento, iluminado por la luz de la luna que acaba de aparecer tras una nube y la mirada perdida en el Vesubio, ese volcán silenciado por los prejuicios, que está deseando explotar en algún corazón dormido.
A la que no soy capaz de ver es a la muchacha de ojos verdes como el mar. No, no veo sus ojos mirándole, così vicini e veri...
Me da la impresión de que el viejo publicitario está solo, abrazado a unos recuerdos lejanos, de oro, plata, bronce y sueños, en los que su gloria se bañaba en otros mares. Ahora mira hacia atrás y ve su vida como la estela de una hélice. Sí, es la vida que se acaba...

En la publicidad todo dura poco. A veces muy poco, poquísimo. Hasta hay cosas tan efímeras que no llegan a durar ni veinte años.

2 comentarios:

Jorge Gómez Monroy dijo...

Muy bueno, Paco, gracias por compartir una reflexión ta bonita como real. Es imposible no sentirse reflejado en ese hombre de pelo blanco. Y he dicho hombre de pelo blanco y no viejo de pelo blanco. Ya que la publicidad actual nos ha dejado a muchos, canosos aunque no viejos, mirando la estela o buscando alguna terraza y algunos ojos, en los que recalar.
Y no ha dejado sólo a los que contempaban la estela, sino también a los que la convertimos o intentábamos convertirla en platino, buscando nuevas formas, caminos diferentes y originales que, habiendo sorprendido a tantos, tampoco han funcionado por falta de criterio o falta de presupuesto, que son las dos grandes razones del NO.
Incluso, buscando esa estela, hay quien se ha ido al otro lado del mar, en un intento, tal vez el último, de demostrar que las ideas nunca mueren.
Un gran abrazo.

Ángel Riesgo dijo...

Gracias Paco,ahí nos reflejamos, usare la cita te lo agradezco... Un gran abrazo