sábado, 24 de agosto de 2024

Las avispas

Nunca le habían preocupado las avispas. 

En realidad, le hacían gracia esas personas que tanto se asustaban cuando alguna avispa aparecía en escena y zumbaba junto a ellas. Él, en ocasiones, incluso llegaba a cogerlas, sujetándolas con el índice y el pulgar, de esa forma particular y segura que, años atrás, le había enseñado su buen amigo Monteverde en la pintoresca localidad de Èze, mientras ambos observaban el intenso azul del Mediterráneo.

—Las avispas no pican —solía decir—. Solo se defienden cuando se sienten en peligro.

Pero era inútil: la gente seguía haciendo aspavientos histriónicos siempre que las insistentes avispas (porque pesadas sí son, eso hay que reconocerlo) se acercaban en busca de comida, alarmando a los, hasta entonces, tranquilos comensales.
Porque esta es otra de las habilidades de las avispas: surgir de la nada, al instante, cuando hay algo comestible sobre la mesa. Y no es la única. También tienen una que es particularmente pintoresca: ser más frecuente su presencia en esos lugares de especial belleza y aparente serenidad veraniega (belleza que suele quedar perjudicada de inmediato, y serenidad que se ve truncada y sustituida por un ambiente tenso y desagradable, caracterizado por esos frecuentes y violentos gestos nerviosos de quienes tanto se alteran con su presencia).

Hay muchos tipos de avispas, claro está. Y no todas vuelan... aunque la mayoría sí tiene esa costumbre de acercarse y alejarse, de forma sistemática, cuando olisquean algo interesante.

Él, desde muy joven, se había dado cuenta de que debía desprender un aroma 'interesante', porque estas otras avispas (las que no visten a rayas amarillas y negras) merodeaban, con frecuencia, a su alrededor. Pese a no ser lector asiduo de Aristófanes, sabía que le pasaba como a Filocleón: atraía a las avispas.

—Un día recibirás un buen aguijonazo —le decían sus compañeros, ante tanta temeridad—. Las avispas no son de fiar.

De nada servían estas advertencias: no dejaba de juguetear con ellas cuando se le acercaban. Lo que para otros era incómodo, parecía ser divertido para él.
Ahora bien, nadie llegó a considerar nunca la posibilidad de que, por poca preocupación que le causaran, iba a ser capaz de tener una avispa como mascota.

—Lo hago para que os deis cuenta de la realidad —explicaba a sus amigos—. No son peligrosas en absoluto.

Tuvo otras avispas favoritas antes, es cierto, aunque, cuando alguien le habló de la Vespa columbinia se encaprichó de ella y no paró hasta conseguirla. No estaban siempre juntos (las avispas son muy suyas y nunca renuncian del todo a su independencia), pero ambos parecían disfrutar de su casi constante compañía. 

Desde luego, a sus amigos no les gustaba nada la relación tan intensa que se fue creando entre uno y otra, por lo que (con la debida prudencia, eso sí), le recriminaban su favoritismo por la 'himenóptera', como ellos la llamaban. 
Fue un empeño estéril. Ni siquiera cuando descubrieron que el veneno de la Vespa columbinia tenía peligrosas (y muy diferentes al del resto de las avispas) características, transmitidas no solo a través del aguijón, sino por diversos órganos, pudieron convencerle de que se alejase de ella. 

—Aquí pone que su veneno es adictivo, adormece los sentidos y tiene propiedades alucinógenas —leyeron sus atribulados amigos de un manual titulado 'Sorprendentes venenos naturales'.
—¿El del aguijón? —preguntó él.
—No, el otro —respondieron, preocupados—. El del aguijón es mortal.
—Ella no me picará —fue su categórica contestación—. Me lo debe todo a mí. Yo le he dado una nueva vida.

Y, así, la Vespa columbinia siguió revoloteando junto a él durante mucho, mucho tiempo. 
Hasta que un seis de septiembre de un año cualquiera le clavó su aguijón en el pecho, justo a la altura del quinto espacio intercostal.

Sus amigos jamás se repusieron de ese golpe.